sábado, 18 de febrero de 2012

Anotaciones bajo un kiosco

Esta tarde salí con la intención de resolver la cuestión de la estrategia ganadora en otra versión del juego NIM. Aunque conozco la solución, que consiste para el primer jugador en apostar por los números que no son de Fibonacci, aún no logro ver por qué el meollo se encuentra en descomponer el número de piedras del tablero como la suma de números pertenecientes a ésta famosa sucesión. Llevaba conmigo una pizarra portátil para hacer algunas anotaciones en uno de los muchos kioscos del parque donde enseño a los niños un poco de Física. Se trabaja tranquilamente sobre sus mesas cuadradas, adornadas con un tablero de ajedrez de pedrería donde los viejos se reúnen cada tarde y colocan inocentes apuestas al dominó. Frente a éstas hay un conjunto de aparatos ejercitadores que exhiben en sus diseños un trabajo innovador muy superior al de los usuales columpios y pasamanos. Y aunque los niños y señoras suben a ellos más por esparcimiento que como una fuerte rutina física, el cuadro general de las tardes en ese parque logra dar  una impresión de sana funcionalidad.

Después de algunos minutos la cuestión estuvo resuelta. Estaba por oscurecer y una lluvia se anunciaba en la temperatura del  viento. Antes de regresar a la computadora y a la quietud de mi sala sentí una pasajera felicidad esparciéndose en la cuenca de mis ojos. Deje escrito el esbozo de una corta prueba en la pizarra y caminé con ella bajo el brazo un par de calles a lo largo de ese barrio atravesado por los canales de aguas residuales, densamente transitado por jóvenes pandilleros y beodos empedernidos que se dirigen con la noche a los campos de beisbol, cruzando esa palpitante atmósfera propicia para cualquier violencia, como expresara Sergio Pitol en uno de sus relatos sobre la Ciudad de México.

 Las siguientes líneas tratan acerca del origen de esa felicidad.

Como muchos otros especialistas, siento gran afecto por mis particulares herramientas, que no son otra cosa más que  versiones actuales de los juguetes predilectos de la infancia, aquellos mágicos  con que uno se bañó, comió o  cruzó el aterrador y oscuro pasillo que separaba la habitación del baño. Es curioso como nunca nos desprendemos de ellos a lo largo de la vida, aunque cambien de forma y sean en el presente autos, vestidos, cosméticos, relojes, libros o perfumes.   He visto algunos podólogos colocar minuciosamente su extraño instrumental sobre sus piernas en toallas blancas y afelpadas justo antes de practicar una corrección de uña, dentistas explorando la sonoridad de la fresadora, dejándose maravillar por la extraña estructura de una muela del juicio de tamaño anormal;  médicos que van a la cama con bata y que nunca descuelgan el estetoscopio de su cuello. Por alguna razón desconocida, mi abuelo durmió por muchos años con un tabique bajo su almohada y una plomada en el bolsillo del  pijama.  En mi caso se trata de una pequeña pizarra con marcador.

Una pizarra es un recurso para las ideas largas, para colgar episodios abruptos de lucidez. Al menos esa fue la justificación que encontré cuando vi por primera vez los grandes pizarrones de la universidad. Algunos antropólogos creen que la pintura en las cuevas y en general todos los primitivos registros pictóricos obedecieron a la necesidad del hombre por comunicar algo. Los zoólogos, entre ellos quizá Desmond Morris, desconfiaron de ésta idea. En contra parte creyeron que había una auto-recompensa para el mono que vio nacer las primeras formas ante sus ojos. Con el tiempo y la ayuda de la evolución aquello llegó a convertirse en un fin en sí mismo, como el de un artista situado infinitos días después tratando de plasmar un atardecer por mero placer.

  Los símbolos matemáticos sirven para comunicar ideas, pero antes de la función comunicativa son una creación en sí misma, son ideas que llegaron a una forma escrita con cánones de belleza semejantes a los de la literatura. Estando en cierta clase del primer año de carrera, una profesora nos dijo que la dificultad en el proceso de la demostración radicaba en nuestra inexperiencia con los símbolos matemáticos, en lo poco acostumbrado que está una persona en trascribir sus ideas de manera concisa. A mí me pareció un comentario equivocado, la dificultad para escribir una demostración,(eso sentí en los invariables vagones del metro) radicaba en la poca destreza que teníamos para pensar con belleza; la escritura de una prueba era algo posterior, de segundo orden, justo como el escritor coloca el poema  en un plano posterior en el tiempo al de la embriaguez.

Recuerdo mucho la mesa de trabajo de mi Padre, el mantel rojo invadido por siniestras ondulaciones negras, llena de exámenes, bolígrafos, cuadernos, un poco de papel carbón colgando de las esquinas y las sobras del sacapuntas apiladas en un botecito de aluminio sin forrar. Curiosamente no tengo ninguna imagen de él trabajando sobre las hojas, como tampoco la tuve de sus lecturas, ni de sus redacciones para el seminario de titulación, pero sí rastros de sus propios episodios con mathema. Tal vez, y me gusta conjeturarlo así, él también disfrutaba de pensar sus problemas matemáticos caminando en solitario, como lo cuenta el mito de fundación de todos los grandes pensadores. Era en algún arrebato que entraba quizá a su biblioteca y redactaba sus ideas en carbón, con esa caligrafía enigmática que a partir de ese momento yo copiaba en la hoja final de mi cuaderno de ciencias y mostraba al día siguiente a mis amigos o estratégicamente ponía a descubierto en la banca de la niña que me gustaba con la intención de conjurar su amor.  El poder de seducción de aquella simbología ininteligible quedó pegado a mí en una forma de la que jamás pude desprenderme. Deslizarse sobre la pizarra hoy revive ese placer primitivo, pero ahora propio gracias a que se puede coordinar el orden de aparición de cada símbolo, el acometido de cada uno, su papel en la orquesta del pensamiento, como posiblemente algún dios en alguna cosmovisión asignó a cada molde de hombre un don particular: tuya será la poesía, tuya la fuerza, tuya la palabra, tuyo el canto, la danza o la ignorancia.

Un fascinado de los símbolos que recuerdo y comparto, anterior a Descartes, fue Euler, de quien según he leído, le parecía que sus símbolos y sus fórmulas eran capaces de pensar por él. Esa fusión poderosa, disolución entre lo pensado y el pensante, entre lo escrito y el escritor, ocurre con cierta frecuencia al practicante de las matemáticas, pero también a otros apasionados al menos en la imaginación (que referido al hombre es casi ya decir en el todo). Por ejemplo, no dudo que esta simbiosis acometa al médico cuando piensa que su bisturí será capaz de curar por él, los antiguos guerreros le atribuían a su espada la capacidad de ganar una batalla, un activista confiará en su discurso para despertar la mente adormecida; mi abuelo, ese viejo sabio de lo inverosímil, habrá conjeturado que dormir con un ladrillo bajo la almohada le daría perfecta cuenta de la rectitud para construir bardas y la plomada en el bolsillo le ayudaría a no perder la orientación ni la mesura en los sueños.  Mi padre por supuesto viajaba a todos lados con un libro. Desgraciadamente en sus viajes solo apareció de manera accidental en las fotografías de los paisajes que visitó y de manera parcial. A veces fue solo la mano que sostenía la titánica mariposa, otras tantas el filo de la frente en el espejo retrovisor cuando intentaba capturar algún aspecto religioso del cielo y las nubes, y solo en pocas ocasiones fue una aparición fantasmagórica de medio cuerpo dentro del aire que separaba la carretera y la montaña antropomórfica que acompañó al horizonte. Por lo que nunca llegué a saber qué, ni cuando leyó lo que contaba. La imagen que un hijo puede hacerse así de un padre que solo dejó rastros pero nunca se mostro en el ejercicio creativo de los textos que aquel le robaba es la de un ser increado cuyas cualidades siempre estuvieron presentes, imagen que choca con el hecho de que un padre es algo que se es a partir de un instante en la vida adulta, pero hijo se es desde el nacimiento. Como sea, ese gusto por lo impreso llegó a ser el  ritual donde encontró la manera de ser en todo lugar todos sus libros y todas sus anotaciones, que eran las que dictaban sus clases y ordenaban su mundo y buena parte del mío.

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