Es domingo y dentro de la habitación todo es tan trágico,
tan sanguinario y transparente como el vino ligeramente envenenado
por las cosas subterráneas de la vida,
en el que los programas familiares de tv me tienen al borde del colapso,
en la víspera desesperada del condenado
que ha visto nacer el relámpago detrás de la silla eléctrica.
Es un domingo tan condenado a muerte,
andando entre las ocho y las diez.
Con la bata de la tristeza y las pantuflas de la senectud plancho las sábanas.
Aliso las almohadas impregnadas con la soledad de los últimos meses.
andando entre las ocho y las diez.
Con la bata de la tristeza y las pantuflas de la senectud plancho las sábanas.
Aliso las almohadas impregnadas con la soledad de los últimos meses.
Habré de temblar cuando la casera apague las luces.
Al amanecer, de este suelo tan impecable
con el sol encadenado a la falacia de la periodicidad
se levantarán las excoriaciones del pensamiento
y todo el grasiento vello de la calvicie púbica,
para abrirle las ventanas a un día de más.