jueves, 22 de diciembre de 2011

Historia de la palabra



Se lo he oído decir muchas veces.

-es bueno que el hombre se enseñe a hablar hijo.

Le he visto decenas de veces la certidumbre en los ojos como si fuera el único fuego conseguido por él en toda esta puta vida (aunque claro, para él no es puta, sino imprevisible). Casi siempre después de pronunciar la sentencia se calló, perdiendo la mirada en algún espacio de ese universo invisible en el que los ancianos guardan los recuerdos acumulados, con ese temblor en la mano y ese tic perpetuo que hace que su cabeza lo asienta todo. Es una suerte que el Parkinson haya hecho del semblante del abuelo un símbolo del optimismo. Nunca dice que no.

Medito en la trascendencia de aquella oración que es el estandarte de mi abuelo. Haber vivido para hablar no como un poeta lírico, sino para romper el silencio caótico del campo, del campesino muriendo de hambre sin voz, en cuclillas, atormentado por la inexpresión. La expresión es un abismo en la que tarde o temprano caemos. Bien es sabido cómo la palabra le permitió a dios crear el mundo (esa fue su tentación, la del hombre: existir, es decir, nombrar), todo es una palabra de dios y el hombre una que aún no se termina de pronunciar. El universo es una obra negra, a menos que dios haya decidido enmudecer o ceder su lugar al hombre, que es una única palabra que se le asemeja, capaz de pronunciar otras y con ellas crear ese microcosmos llamado destino.

Mi abuelo Antonio, Antonio el Sereno, decidió romper su silencio de convicto una mañana (o quizá una noche) en que el Río Bravo le arrebató junto con sus ropas, la vida de algunos compañeros. Desnudo y en medio del llanto, hizo un recuento de todas las noches que había tenido que esconderse debajo de los puentes, escuchando cómo los granjeros pasaban por encima de él buscando al astuto ladrón que robaba de sus mazorcas, y decidió quedarse en su tierra ingrata aunque muriera de hambre o en prisión. Fue así como se dirigió a Piedras Negras y en la plancha central se arrimó a la primer tienda de reclutamiento, donde solo había dos destinos: la cárcel o la renovación. Al interrogarle el sargento acerca de su nombre, mi abuelo pensó que de tanto anonimato, de tantas conversaciones sin confesión, su identidad bien podría habérsela llevado el Carajo, y decidió crear su nombre, con la fuerza y entonación correcta, como sugiere la leyenda del Golem, como solo dios supo hacerlo al formar el primer hombre de arcilla. Sánchez Valdovinos Antonio señor. Al crear su nombre creo también el de Aurora, los paseos en la Alameda de Santa María la Rivera, a su fiero e inseparable compadre Domínguez, al “Cantarito”, su caballo de tropa; creo el enamoramiento y la casita pobre de la Escandón donde se originó la descendencia, la fábrica de detonaciones, la sordera insistente, los camaradas rojillos de la época de la Linan, Marx, la muerte del Che y el Jesús comunista de la Santa Biblia. Con el apellido Ruiz se iba a la basura todo el pasado verdadero, la matanza de Tizapán, la abundante sangre que su treinta y ocho sembró en la milpa del enemigo, los huérfanos, las viudas, la tierra asesinada, la promesa de encontrarse con su padre en La Palma, la despedida en plena balacera en casa del Síndico, el llanto de su madre entre los adobes rotos, la primer Aurora, aquella que lo había parido en medio del monte, cuando los federales les seguían los pasos para que entregaran la causa, para que se descolgaran los enormes cristos del cuello a cambio de indignas tierras. Ahora sé que fueron en esos días, cuando las balas zumbaban encima de su cabeza, que la sangre de mi abuelo sintió su primer hervor.

Su sangre inquieta, brava, le haría perder años después el nombre asignado por el cura clandestino, aunque también le daría la posibilidad de otra sangre, la de los hijos.