sábado, 12 de noviembre de 2011

Un pasado, un destino

Pasó más tiempo en un datsun rojo que en casa
recorriendo el país en busca de una tranquilidad duradera.
Cuando el terror lo aplastaba salía de las aulas sin aire;
la cobardía le hacía perder el control;
evitar el llanto fue un sueño que nunca pasó de eso.

En su última travesía cruzó los montes azules desnudo
entre visiones de pobreza
todavía poseído por las lagunas del deseo.
La muerte, el amor, la vestimenta del cáncer,
se volvieron todo su cosmos.

Y es así como te perdiste.
Ahora caminas ciego entre cuatro paredes,
entre toneles de libros secos como tu frente
vigilante diurno del espanto, en síncope perpetua.

Las conversaciones con el pasado,
que se perfila como un monstruo perverso,
se han vuelto las secretarias de tu obnubilación.
No eres más que la lucecita amarilla del callejón,

un polvo, el recinto del polvo,
el sepulcro de la alegría, la parte huérfana de la luz,
una mala semilla que erosionó del corazón.
Estoy hecho de tus cáscaras Papá.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Almadelia o el Mal



I. El miedo.

Almadelia es linda. Todos los domingos viene a visitar a sus abuelos para luego marcharse antes de las ocho, cuando su mamá la aeromoza entra por esa puerta cargada de regalitos extranjeros para ella y los ancianos. De toda la vida me ha gustado la manera en que trenzan su cabello con listones rojos y bolitas, pero sobre todo, me encanta ese olor a macetas que desprende su cuerpo. Es un jardín de flores extraterrestres, de aromas extranjeros que nada tienen que ver con la niñez. Los vestidos le sientan bien porque sus piernas son una copia en miniatura de las de su madre. Me encanta cuando se pone los tacones rojos y conversa largas horas frente al espejo, con el labial invadiendo algo más allá de la boca. Quizá imagine que se trata de una cámara de televisión o un escenario teatral, glamuroso, a donde acuden conejos y ardillas vestidas de frac. No lo sé.

*

Hace días que yo me siento a un costado de la estufa y a través de las flamas azules me concentro en adivinar la forma que tendrán sus pantorrillas cuando sea grande, el filo alcanzado por sus hombros, el diámetro de las caderas, de qué color será el pecho y el cuello, porque mamá dice que las mujeres cambian de piel en la adolescencia, igual que las víboras y las arañas. Dice que un día al despertar ella verá con sorpresa a una Almadelia marchita desmoronándose sobre las sábanas, de cuyo interior se habrá de liberar una lindísima mujer completamente nueva y llena de luz.

*

El baño es la oficina de mis reflexiones, ahí la conciencia de las paredes es plena, la sensación de pertenencia, de refugio, de cueva, es tan notoria que acudo a él para hacer las remembranzas del día y proyectar el futuro.

He sabido (de voz de algunos amigos mayores) que hay una edad a la que Almadelia se volverá verdaderamente mala y peligrosa, por demás, en igual proporción a su belleza. Incontables noches se avecinan en que la sangre de sus entrañas se le escapará a borbotones como si estuviera herida o padeciera una enfermedad supurante. Tendrá que esconderse de las personas, cerrar con candado su puerta, amordazarse a sí misma para no dejar escapar los miles de improperios pronunciados en otro idioma hacia cualquier persona que se halle presente, porque sentirá ganas de hacerles daño. En especial si se trata de los hombres. Mientras rayoneo la pared del baño, de pronto fijo mi atención en las imágenes que refleja el agua del retrete, mis piernas abiertas permiten la formación de una espada de luz, yo que puedo tenerlas así en cualquier momento, no como ella. Las piernas abiertas de una mujer convocan la oscuridad, se nutren de ella. El diablo las ha dotado de cierta capacidad para embrujar machos, para enloquecerlos al grado de querer morir antes de resistirse a su encanto. A cambio ellas renovaran su pacto provocando lunas sanguinarias en los cielos.

Más tarde, cuando abandono sigiloso mi encierro, entro a la cocina, ese laboratorio de aroma y temperatura. Cuando le he preguntado a mi mamá dónde quedó su propia maldad, acogido en la seguridad de mirar desde atrás del plato y de la chimenea de la cuchara, ella contesta que Dios la expió al contraer matrimonio con papá, que el hombre es lo que contrarresta esa fuerza demoniaca.
¡Pobrecita de mi amiga!, ¡de sólo pensar que es tan dulce!, ¡tan amable!, ¡tan ingenua!, ¡me dan ganas de llorar!


II. Evidencia de una inferioridad: del miedo a la agresión.

Desde pequeño soy muy incrédulo. No acabo de convencerme del lazo filial entre mis padres y yo; tampoco creo en los poderes de dios, mucho menos en su amor, pero la idea de que las mujeres de este lugar se vuelven con el tiempo perniciosas está a punto de convencerme. Solo las cosas demasiado transparentes son capaces de persuadirme, como la muerte, la soledad, esas mujeres. Y no logro impedir que cierto miedo se sume a esto, no hay nada peor que ver a través de la claridad, pues en la oscuridad aun existe la posibilidad de que la configuración del paisaje esté falseada, pero en la claridad no, por eso nunca me asomo a las ventanas ni a los espejos, me parecen abismos de verdad.

No sé por qué, pero aquí a todas las mujeres, cuando entran en edad, sus formas les crecen de un modo tan especial, bajo un diseño tal que en vez de intimidar, como quizá lo hace la constitución de un rinoceronte, enloquecen igual que una orquídea en el desierto. (Mientras que los hombres ganan fortaleza, ellas consiguen un aire de superioridad: el imperio de la orquídea sobre el rinoceronte, de las finas tonalidades del pétalo por encima de la rugosidad y la dureza ósea. Debe ser por su diario ejercicio de imitación frente al espejo, a la eterna representación de la idealidad viviente en el universo del espejo, que a su vez es una imitación del universo exterior, que a su vez…, y así hasta lo infinito. En cambio lo propio de los hombres es la repetición, solo bajo esa dinámica se suma la fortaleza. La perfección de la repetición es inferior a la que se alcanza por el acto de la superación. En cambio los hombres casados de por aquí, suelen ser muy menudos, a penas y parecen unas varitas con bigote. La culpa ha de ser de la mujerona con la que duermen, atribuyo. Muchas veces he oído a mi abuela recalcar: “mira, pobre del hijo de aquella vecina, se lo está consumiendo su mujer. Deberías oírla por las noches, parece que estuvieran matando a una gata”

*

Otra vez se trata de los poderes malignos de la mujer, que por lo visto se avivan durante las noches, pues es en el transcurso de éstas que los hombres pierden su vitalidad. Oí decir al cura que los seres privados de la luz constituyen el reino del mal. Los hombres, a pesar de jactarse de ser conquistadores, no son más que marinos provocando el océano de la noche, océano dominado por las sirenas. Se necesita haber visto poco para comprender que el hombre como género se ha quemado los sesos para inventar cualquier forma de fuego y así combatir la oscuridad. Por el contrario la mujer lejos de enfrentar la oscuridad, la ha sentido, se ha soltado en su oleaje y finalmente se ha disuelto en ella. No son pocas las veces que he visto la piel de Almadelia resplandeciendo bajo las estrellas, cuando sube por las escaleras hasta la azotea y se pasea sonámbula entre las marejadas que provoca el viento en las sábanas tendidas.

Yo cada vez estoy más preocupado. Y es que se oyen tantas cosas acerca del futuro de Almadelia. El papá de Toño, que es un bebedor empedernido, piensa que ella será igual de puta que su mamá. En cada oportunidad dice eso con la mirada llena de rencor y después bebe largamente hasta vaciar su botella. Canta, maldice, habla a solas con su sombra y luego se encierra en un imperioso mutismo de viejo buque abandonado en el puerto. A su alrededor el resto de los comensales no hacen sino aprobar dichas palabras. A mí me parece que en su juventud le tocó ser herido por la hembra que parió a Almita y desde entonces no ha logrado reponerse de esa herrumbre que le carcome el corazón. Cuando ese hombre echa de menos y descompone el presente a tarros y a tabacos, en realidad odia.

III. El amor.

Pero yo no iba a quedarme con esa duda, menos si estaba de mi parte hacer alguna contribución favorable. Dos años han pasado desde que don Luis expresó su sentencia. Esperé a que la tía de Almita la llevara a escuchar misa en uno de esos domingos de diciembre. Me les acerqué unas cuadras antes de llegar a la iglesia justificando que no me gustaba ir solo a la casa de dios, y como la tía esa me tenía en buena imagen aceptó gustosamente la compañía. Por su parte Almadelia, ya de doce años, iba tan bien vestida con un trajecito rojo muy de moda y medias blancas. Tal era su perfume que se podía oler desde cualquier rincón de la calle. Su cabello castaño crecía más allá de su cadera, robusto, sedoso, atrayente. Hacía yo muchos esfuerzos durante la caminata para rozarlo un poco; el mínimo contacto daba la sensación de estar cercano a las arenas movedizas. Todo eso me distraía, pero tenía que cumplir con el objetivo que me había propuesto.

Al subir las escaleras, empiezan a sonar las campanas. Son las siete en punto. El cielo está claro y el aire tiene ese olor característico de la casa de dios. Me siento muy feliz, pero al mismo tiempo no dejo de experimentar cierta lástima por el destino de mi amiga. Por eso fue que me atreví a preguntárselo. Espero hasta ese momento de la ceremonia cuando el cura permite a todo mundo salir de la embriagues espiritual para recordar el mundo de la carne al que pertenecemos mediante el saludo de paz. Aprovecho tenazmente la oportunidad. Tomo su mano, la aprieto fuerte, insinuándole que quiero quedármela un rato. Supongo que es el mejor momento y lugar para consultárselo, así que la miro profundamente. Ella encoge un poco su brazo e inercialmente quedamos juntos.

–Almita, ¿a ti te gustaría convertirte en una puta cuando seas grande? – Digo, no sin cierto temor a ser escuchado por la tía que estaba a escasos metros. Es inevitable no experimentar el tibio aire de su respiración que se disuelve como un negro veneno, contagiando de olor humano toda esa atmosfera especialmente preparada mediante el sistema de unciones e inciensos con la que los capellanes intentan resaltar el aroma insípido de la espiritualidad. Momentáneamente soy testigo de la iluminación de su rostro.

Por alguna insólita razón sus ojos se anticipan a su boca y sin el mínimo titubeo apunta:

– Sí. Me gustaría mucho. – Dice. Y al soltarnos, solo veo su pequeña figura alejándose. Como en ninguna otra ocasión su perfume me parece el vivo aroma de la maldad. La maldad en su etapa de nacimiento filtrándose por todo su cuerpo. Creo que por un instante la cera líquida de los cirios se manchará levemente de rojo, dejando un fino testimonio de sangre, en semejanza a esos oscuros trazos que deja el oleaje sobre la rompiente.

IV. El deber.

¿Cuál es la actitud correcta frente a una voluntad poseída por el deseo? ¿Hay en realidad un camino para rodear el mal, ese tipo particular de mal convocado por Almadelia? El convencimiento en su rostro casi iluminado no dejaba espacio a la duda y hasta podría jurar que en sus gestos había algo que me comprometía a participar de cerca en su futura y quizá desconocida transformación. Ahora una complicidad traviesa nos unía. Me interrogaba constantemente; poseer un secreto despierta enormes dudas, tenía que cuestionar a todo el mundo y a la vez mantener la confidencialidad; depurar lo más posible las conductas seguidas por el resto de los hombres antaño, limpiar el terreno, lavar las manos donde sin duda Almita y yo nos dejaríamos caer.

*

Yo tenía 16 años cumplidos y ella escasos doce. Sinceramente llegué a preguntarme si no sería yo un pedófilo. Afortunadamente, quien se acerque a los libros clásicos de la psicología, podrá leer en sus páginas que se es partidario de tal parafilia únicamente en el caso de exceder en 5 tantos la edad del menor, y yo, aún permanecía dentro del rango. Mientras preparaba mi habitación pensaba que las definiciones, cuando no condenan, amparan majestuosamente determinados pecados. Aunque sin lugar a dudas, mis intenciones eran otras bien distintas, pues lejos de buscar la instrucción de mi amiga, como se relata en aquel famoso cuento de La marea, mi deseo era el de conseguir su salvación.

Es hora de que Almita toca la puerta y yo me contengo un poco asomando el ojo por la cortina apenas entreabierta. Dejo que llame varias veces. La veo rodear el frente, sacar su teléfono y enviarme un mensaje. Trae un pants azul, ha sabido mentirle a sus abuelos excusando una salida al museo, está decidida.

Se deja conducir con entusiasmo, no experimenta enojo alguno ni ante la leve violencia con que le he arrebatado cada una de sus prendas. Momentáneamente lleva la mirada hacia sus partes íntimas cada vez que retiro y reintroduzco un nuevo objeto, su cuello latiguea y se contrae hasta que la barbilla es frenada por el pecho o el hombro, en sus gestos hay una especie de lamentación por no tener la habilidad con que ciertas hembras puede relamerse a sí mismas. La boca abierta, casi dislocada, deja ver unos dientes cada vez más diminutos y una lengua que por momentos parece golpear como dos. La piel, inundada por el fuerte torrente de sus venas azules, cobra una tonalidad casi verdosa y una textura invadida por tenues escamaciones. La mirada fría; las mejillas, frente y cabeza diamantadas ondulan ante mis ojos; su cuerpo zigzagueante se pierde entre los hundimientos del colchón, su entrepierna se funde en una sola extremidad gruesa y alargada que se aferra a mi cadera como si no quisiera interrumpir la unión. De pronto recobro los sentidos apresado desde todos los rincones, inmóvil por aquel abrazo formidable, descubro que estoy copulando sobre el suelo con una serpiente de cabellos castaños y que Almadelia, ¡mi Almita!, o mejor dicho, la cáscara de Almita, yace marchita, en una sola pieza, desmoronándose sobre las sábanas, yéndose para siempre, por la ventana, con las corrientes del tiempo.

martes, 8 de noviembre de 2011

Lilith y el sexo en el Edén

Creo que fue San Agustín el que dijo, respecto al goce sensual en la tierra, que éste no podía haber mejorado como consecuencia de la caída de Adán y Eva, sino todo lo contrario. Esto inevitablemente nos lleva a interrogarnos acerca del cómo se experimentaba el sexo en el Edén, qué función tenía, cómo era visto por dios y cómo pudo éste relacionarse con el pecado original y el futuro destierro del cual surgió la humanidad.


Una cosa es segura: el sexo ya era practicado por nuestros padres ancestrales, pues en el libro del Génesis se lee: Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne (Gen. II, 24) La reproducción se encontraba dentro de los designios divinos desde un principio, y aunque no se sabe nada acerca de cuánto tiempo hubo de pasar entre la creación de Adán-Eva y la caída, resulta enigmático el hecho de que éstos no tuvieran hijos durante su estancia en el paraíso. Una respuesta consistiría en suponer que el lapso de tiempo transcurrido entre la creación y la expulsión fue muy breve, tan breve y desilusionante como la rebelión de Lucifer, de la cual algunos piensan sucedió a penas en el séptimo día de la creación. O está esta otra: dios decide con antelación cuando habrán de procrear sus criaturas, cuando sería bueno quedar preñados, es decir, dios es el orquestador del sexo, quien decide cómo debe ser éste y sus repercusiones. Por lo tanto, la caída se anticipó al momento escogido por dios para la procreación en el paraíso.

Dado los relatos existentes, es más fácil seguir esta última versión. La tradición hebrea acepta que antes de crear al hombre, dios creo a los ángeles para la vigilancia y protección del género humano. Entonces no es muy aventurado creer que ellos mismos les indicaran cómo habría de practicarse el sexo y cuáles eran los planes prefigurados que dios deseaba para esta práctica. Malcom Godwin, reflexionando acerca de las razones de la expulsión de Lucifer, rescata una versión que tanto hebreos como cristianos rechazan: el pecado de la lujuría. Según esta leyenda, la tarea de los ángeles consistía en evitar a toda costa que las criaturas humanas cayeran en las tentaciones carnales, tarea fallida según conocemos. Pero sobre todo, hace hincapié en la existencia de una figura demoniaca-femenina, la cual vendría a ser la encarnación de la lujuria, de los excesos carnales. Lilith, antes de convertirse en la mujer de Lucifer, fue creada como la primer esposa de Adán. Se creación es muy diferente al de Eva, pues Lilith es formada a partir de la tierra, es decir, participa de la misma naturaleza, del mismo elemento del cuál Adán fue confeccionado. Al realizar el acto sexual no dejaba de molestarle el hecho de ser mirada desde arriba por su hombre, pues al estar hecha del mismo elemento, creía merecer por igual la oportunidad de montar y mirar desde arriba a Adán. Al cansarse de la terquedad de éste, Lilith decide abandonar el paraíso y convertirse en amante de los seres que habitan las tinieblas. En represalia, dios la castiga a un precio alto: diariamente morirán mil de sus hijos, en venganza, ella asesinaría a los descendientes recién nacidos de Adán y Eva.

Pero el cristianismo solo acepta como única razón de la expulsión del paraíso la desobediencia de Adán y Eva, el hecho de haber probado el fruto del árbol más famoso de esta tradición, pero no la lujuria, y por ende ninguna penalización de índole sexual. El árbol del conocimiento del bien y del mal daba un fruto que acercaba en parecido al hombre con dios, sin embargo, retomando la leyenda de Lilith, podemos establecer la siguiente conexión: Al saberse la igual de Adán, Lilith pierde su inocencia, esa inocencia con la cuál era controlada en el paraíso, conoce el bien y el mal, aunque no necesariamente como consecuencia de la práctica lujuriosa del sexo, pero sí por el papel que le tocaba jugar en éste. Cabe resaltar la salida de Lilith del paraíso como un autoexilio, por desobediencia, por no aceptar la condición injusta estipulada para la mujer. Por el contrario, en la historia del arte Lilith es la parte opuesta de dios, su parte oculta y reprimida, pues su parte luminosa y visible está encarnada en Adán, quien le profesa siempre obediencia. Esta figura a menudo aparece identificada con el fuego, símbolo de la destrucción de todo e incluso de sí mismo. Si esta mujer demoniaca es el opuesto necesario de dios, la que hace valer el poder de dios quebrantando su palabra y es fuego, entonces la única manera de destruirla es encontrándose consigo misma, con la otra imagen que vive en el cielo: dios. Para evitar esto Lilith posee alas, para huir y alejarse del Edén. Para esta interpretación Lilith huye, no se auto exilia.

Pero aquí no acaba Lilith, ni el tema del sexo. Para los gnósticos el Gran Arcano es el conocimiento divino más antiguo y verdadero. Éste, según se dice, para ser protegido de la barbarie, fue escondido en un cofre. Para abrirlo es necesaria una llave, una gnosis que solo puede ser revelada a los elegidos, a aquellos que puedan interpretar correctamente, por ejemplo, las escrituras. Para esta tradición todas las religiones del mundo son vestigios del Gran Arcano, del cual se derivaron, y constituyen una parte del camino necesario para volver a poseer el conocimiento verdadero de dios.



Asegurar que existe una enseñanza secreta, nos lleva a pensar que la mayoría de las religiones han degradado su papel y se han conformado con mostrar a la gente solo las vestiduras de ese Gran Arcano. Se dice que Moisés, el autor del Génesis, estaba influenciado por las escuelas de misterios de tradición Babilónica y Sumeria y que por ende, su libro, más que narrar, había sido escrito bajo algunas claves. Por ejemplo, el vocablo que originalmente se usaba para designar a dios en el hebreo, era Elohim, cuyas raíces sugieren que se forma a partir de la conjunción de dos voces, cuyo resultado se traduce como el dios padre-madre, o macho-hembra. Es decir, la figura divina poseía tanto la característica masculina como femenina. Un dios andrógino era el responsable de la creación. De Elohim emanaron ángeles creadores también andróginos, uno de los cuales se designaba como Elohim Jehova quien había creado al hombre a su imagen y semejanza. Punto que vendría a explicar por qué en Génesis 1-26 se usa el plural en:

Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza…

y también en Génesis 3-22:

…He aquí el hombre es como uno de nosotros…

Es entonces que cobra significado el mito de creación de Eva, pues al sacarla de una costilla de Adán, Elohim Jehová en realidad estaba separando del ser andrógino su rasgo femenino. En consecuencia llamó hombre al ser que conservó la característica masculina y mujer quien conservara la característica femenina, los cuales a partir de ese momento buscarían reunirse con su antiguo complemento. Volvemos así al tema del árbol del conocimiento, que para la tradición cabalística es el árbol de la ciencia de dios, donde se encuentra dibujado el mapa y la estructura del alma. Ese conocimiento, o Daath en hebreo, debe ser interpretado de una forma distinta a la usual, más concretamente el que se expresa en un pasaje bíblico de donde se rescata una referencia de índole sexual: Conoció Adán a su mujer Eva, la cual concibió y dio a luz a Caín…(Gen.4-1). Conocer, pues, según el Génesis, es unirse sexualmente a alguien, así, el sexo en el Edén era la forma en que lo masculino-femenino separados podían volver a unirse, a religarse como lo sugiere la raíz de la palabra religión: hombre, mujer y sexo eran el símbolo de la trinidad. Volvemos también al tema de los ángeles, quienes ahora fungirían como instructores sexuales, como guiadores de la cópula y la reproducción entre hombre y mujer, como y cuando ellos lo estipularan. Para rescatar la importancia de esta guía sexual, quizá convenga adelantarnos a un pasaje muy posterior tanto en el tiempo como en el texto bíblico: …estando desposada Maria su madre con José, antes que se juntasen, se halló que había concebido del Espíritu Santo. (Mat. 1-18). El que la concepción sea inmaculada, o sea, libre de mancha, de imperfección, supone la intervención de un guían inequívoco, limpio en su trabajo, certero, como el camino de un solo espermatozoide que realiza la fecundación. El pecado de Adán y Eva es interpretado así como el conocimiento del fruto del Daath, el orgasmo. El tratar de procrear no bajo la guía del ángel, sino por su propia voluntad, significó el alejamiento de dios, la pérdida del paraíso. Ese cristiano “no sentir” la presencia de dios en la sombra, en la tiniebla, que Satanás conoce mejor que nadie, fue la atrofia del alma experimentada como consecuencia del pecado original. El orgasmo, ese despojo del semen, esa pérdida de energía sexual, esa manzana como símbolo de la inconsciencia humana terminó por alejar a las criaturas de dios. Pues al conocer el orgasmo, nace el deseo y el deseo conduce al sufrimiento. Ese deseo vacía el alma, saca a dios del alma, es el agente desconector.

El sexo presenta aquí una dualidad, crea y destruye según es puro o animal. Para religarse a dios el hombre y la mujer deben dominar a la serpiente sexual, misma que continuamente, aun fuera del paraíso, sigue incitándolos al deseo, a la animalidad. Y no es de extrañar la reinserción de Lilith, de quien se dice saciaba su hambre del semen derramado en las cópulas interrumpidas, esas miles cuya finalidad no es la procreación. Se reafirma también un motivo más para su autoexilio: su inconformidad ante una sexualidad vedada de orgasmos, ante un hombre obediente de dios y si su preferencia abierta por la cópula con los demonios, los seres cuya alma estaba vaciada de dios.

Finalmente no sabemos nada, como al principio, aunque sí algunas versiones sobre el estatuto del sexo en el Edén y una interrogante fascinante: ¿Por qué la descendencia vino solo después del pecado? Se suma además la participación necesaria de Lilith en la historia aún incompleta del Edén y la caída, pues la enseñanza que deja su relato es la de reconocer que existió un ser capaz de ejercer el mismo poder que dios en los hombres, al revelar que el mal se encuentra latente en el propio instinto, no como el bien, dependiente solo de un juicio exterior de un Ser que no habita en la tierra.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Un cuento para Lilí


I.
Lilí era una mujer de seis años. Hoy sacudo el polvo, las inevitables telarañas tejidas por el tiempo, y de ese baúl que todos llevamos a cuestas, tan cargado de recuerdos irreprochables, emerge su diminuto cuerpo ya sin rostro. Un perfume, el roce epitelial de sus nalgas y las cerdas de su cabello haciendo música en su frágil y pálida espalda, constituyen el más completo inventario que puedo redactar de Lilí.

« - Dios no me quiere Adrián. Tú lo sabes, lo has visto.
- Solo veo que eres un marica
»

Vivía con su mamá, pero la mayor parte del tiempo estaba sola. Era casi huérfana como Adrián y yo. Desconozco la escuela a la que fue. Quizá nunca estuvo en una porque no iba a necesitarlo. Pasaba buena parte del día en cuclillas mirando los marranitos de mi abuelo. Por la tarde hacía prolongados recorridos en la vecindad, apareciendo con un gesto indigente en la ventana de las cocinas, o iniciando una breve metamorfosis debajo de alguna escalera, reuniendo con las manos todo su cuerpo en un blanco capullo del que se salía más tarde aún sin alas para hacer una visita al corral de los conejos. Otras veces se sentaba a platicar con nadie en las tazas de los baños, recortando por horas muñequitos de papel hasta que algún vecino la reprendía y ella se marchaba sin réplica nuevamente a la puerta de su casa, sin atreverse jamás a violar la sentencia de su madre de no abandonar la vecindad.

«- ¿Cómo voy a decirle al padre lo que hice? ¿Tú ya tienes la comunión, no es así?
- Pues no se le dice todo y punto.
»

II.
¿Qué buscabas Lilí, cuando de pronto tu sombría presencia se recargaba detrás del refrigerador y escuchabas largos ratos el televisor sin atreverte a cruzar la sala donde yo me había echado en el sillón? Era hasta que la interrogación de mi abuela te delataba que, yo, incapaz de decir nada, me petrificaba frente a ti, tratando de oírte algo, tratando de hacerte hablar con mi silencio, con el asombro de mis ojos que seguían el juego de tus dedos acariciando los tirantes de mi mochila. Alzabas la frente y con esas pupilas de santísimo templo me arrastrabas hasta tu pobre casa, que con seguridad tenía escasos muebles, algunos de esos jarrones sobrevivientes del pasado, una cama de maderos vencidos quizá y ese alto tocador donde tu mamá se polveaba las mejillas antes de convertirte a la orfandad cada día.

«- ¡Pero Dios lo sabe y va a matarme!
- ¡Dios no mata niños maricón!
»

III.
A mí nunca me hablaste. Más allá de ese simple “¿jugamos?” estaba solo la permisible compañía, la autorización para tocar tus trastes, la ropa de tus muñecos calvos, sentarme en tu comedor de plástico, pasar a tu baño, pedirte agua, escuchar mi despedida cuando se hacía de noche y la luz de tu cuarto se quedaba encendida en el pasillo, temblando como la llama de una vela en el frío.

Ni siquiera en esa tarde que hoy es para mí tan imprescindible dijiste nada. Adrián te había pedido que jugáramos a ese incinerante y por ningún motivo juego sin consecuencias de los esposos. Mi temperamento era sumamente débil, vivía a la sombra del temeroso dios de la culpa, entre constantes visiones del infierno que retrababa mi abuela en sus relatos para niños, ante el terror de ser desmentido entre las paredes del confesionario y morir atragantado en la expiación de la hostia. Por eso no llegué a ser más que tu hijo incestuoso.

Él y yo te quemamos. Juntos te incineramos, te inoculamos como esa serpiente milenaria a la bella Eva. Te crucificamos, lo sé. Yo no conocí el ardor de tu boca, ni la planicie de tu pecho o el inocente ombligo de tu vientre con hambre. Como una rémora del más inexplicable e inarticulado deseo te toque la espalda, me descolgué por las lianas de esos cabellos que no conocieron el cepillo y quise gritar cuando cayeron tus pantaletas y me arrodille para besarte los muslos. La ceniza del Pecado no se deslavaría jamás de mis manos, ni cuando supe años después que te mataron y tiraron tu cuerpo a la basura y ensuciaron aun más tu pelo.

Lilí, Lilí, y si no estuvieras muerta y en un gesto purísimo lo Imposible tomara por vehículo el delirio de una borrachera, o el de una visita al hospicio; la psicosis de un ataque nocturno en el bosque o las mismísimas voces que aparecen con la sirena de un buque tras el naufragio, o si en los idénticos países del arcoíris se nos dejara tocarnos, mordernos, penetrarnos, calcular la distancia de tu ombligo a mis párpados, de los párpados a la boca; medir la profundidad de tus sueños, de tus miedos, cotejar los días de la infancia, salir a lavarlos a una plaza muy grande y soleada para ver claramente tus ojos, conocer por fin tu voz resuelta, gritar juntos una poesía a los vientos, pedirte que me escuches, que oigas que ya no tengo miedo, que he llegado a saber que dios es un hijo de puta pero no mata niños, que no puede nada, que es como tú, como yo, andrajoso y meditabundo, fracasado y vencido… ¡dime, por favor, si yo te lo propusiera!, ¿estarías dispuesta a hacerlo?

martes, 1 de noviembre de 2011

La caída de Satanás y el dolor de Dios.



En el capítulo IV de su libro titulado: “El diablo”, Giovanni Papinni expone magníficamente una cuestión que a mi parecer, sólo él, como ateo reconciliado con la fé, podría haber profundizado.

El hombre con frecuencia acude a dios pidiéndole dones, salvación y misericordia, dice éste, pero: ¿acaso alguien ha notado su falta de solidaridad para con el ser más dolido de la historia, al más afligido, nuestro Padre ancestral? Para abordar ésta y otras más interrogantes rescatemos una de las versiones más fabulosas que ofrece Papinni, algunas páginas antes, acerca de los motivos que impulsaron la rebelión de Satanás.

El argumento comúnmente usado para justificar la rebelión contra el cielo es la envidia y los celos que sintió Satanás hacia la magnificencia del Creador, pues, dirían los teólogos: quería suplirlo, arrebatarle el trono celestial. Sin embargo, si aceptamos que dios en efecto es el único ser revestido de perfección, no es difícil imaginar la distancia insuperable que existe entre éste y todos los demás seres, incluidos los ángeles. Lo mismo es concebible si traemos a relucir otro de sus atributos: el de ser Todopoderoso. Prueba de ello es la inexistencia de un combate directo entre dios y Satanás. El ángel rebelde no podía ignorar esto, una fuerza, por grande que sea, no tiene oportunidad ante la fuerza infinita. Una empresa cuya finalidad era el destierro de dios sería una locura absurda, una prueba de demencia increíble. Pero, continúa el teólogo florentino, no así si el detonante de los celos fuera Adán, esa criatura distanciada de los ángeles solo por grados de imperfección.

Una teoría alternativa (desgraciadamente no aceptada por los cánones) a la de la Soberbia es rescatada por Papinni, la cual data del siglo VI.

La culpa de Satanás no fue justamente el orgullo, la pretensión de igualarse a Dios, sino el dolor de no haber sido designado por el Padre como instrumento de la encarnación del Verbo, o sea, como futuro Cristo.

La postura de algunos teólogos sostiene que dios ya había revelado a los ángeles su intención de manifestar su amor enviando un Hijo a la tierra. Al escuchar esto, Lucifer, quien se sabía la criatura más alta y perfecta, no hizo sino manifestar su cólera e indignación al enterarse que esto se llevaría a cabo mediante la unión del Verbo con una criatura humana. Dios prefería unirse a una criatura menos perfecta que Lucifer, de ese odio, de ese resentimiento le surgió la idea de la rebelión.

Bajo esta interpretación, Satanás no quería reemplazar a dios. De todos sus ángeles él era el que más deseaba unírsele íntimamente, por breve tiempo… no se contraponía a sus designios, quería participar en ellos. Esta teoría pues…convierte a Satanás, más que en un rebelde, en un enamorado desilusionado y celoso por no haber sido elegido por Dios, a pesar de su alta perfección para ser la segunda naturaleza de Cristo.

Las consecuencias de ésta desilusión son por todos conocidas: la expulsión del paraíso y la condena de Satanás junto con la tercera parte de las legiones del cielo. Es en este punto donde regreso a la formulación inicial, ¿cómo esta teoría lleva a Papinni a conjeturar un gran sufrimiento padecido por dios? ¿Y no solo grande, sino infinito?

La respuesta está quizá en la forma cristiana de concebir el amor: Si Dios es amor, debe ser necesariamente dolor. Aunque el amor descrito por Papinni sea un tanto distinto, no el de la tradición romántica donde el amante sufre por no ser correspondido, sino por la pena y sufrimiento del amado. Dios ha estado ya en agonía desde el principio de los tiempos, la vida de dios como la de los hombres, es tragedia. Esta última radica en la reversión de la condena a Satanás, la cual todos concuerdan en que es justa, pero, como bien lo señala nuestro teólogo: ¿ha habido nadie que haya pensado que esta condena haya sido al mismo tiempo condena de Dios al dolor?

Al condenar a Satanás a la sombra, al privarlo de la luz, dios está queriendo decir que por toda la eternidad el ángel rebelde no volverá a experimentar su cálida presencia, la presencia del amor. En contraparte solo experimentará odio a causa de ésta fractura acaecida en su corazón. Al condenarlo, en realidad dios crea a un ser incapaz de amor alguno, y por ende, de bondad. Condenado queda él mismo también: dios ama sin ser amado. Imposibilitado para la unión perfecta con el más iluminado de sus ángeles, con el único hijo incapaz de amarlo muy a pesar de que como padre dios lo amará eternamente. Tragedia honda por cuanto dios mismo es el causante de que el amado no le corresponda. Este dolor es alcanzable para nuestra imaginación al leer:

El amor, hasta en el hombre, lleva en sus impulsos más sublimes a amar al que sufre, aunque sea por nuestra culpa. ¿Qué no ocurrirá en el corazón de Dios?

Dios no puede salvar a Satanás, éste último no puede hacerlo por sí mismo porque carece de un único y puro impulso de amor para alcanzar nuevamente el vuelo desde el abismo de abajo. Y es aquí donde viene la propuesta más radical de Papinni: Es el hombre el único salvador de Satanás, aunque no lo sabe, no lo recuerda o no quiere. Mientras que el cristianismo se ha encargado de condenar a Satanás por ser el gran tentador, el gran seductor, Papinni culpa al hombre y a toda la tradición cristiana de no haber sido lo suficientemente cristianos con el Diablo. Incluso, para darnos una idea del amor desesperado de dios hacia su ángel caído, continúa conjeturando: Tal vez una de las razones que indujeron a Dios a crear al hombre, después de la caída de Lucifer, fue la esperanza de la redención de Satanás.

Dejemos aquí este punto, para abordar en un segundo número una consecuencia fatídica no mencionada por Papinni en su libro, pero que seguro es una de las razones por las cuales esta bellísima y osada interpretación no encontró cabida en la tradición, a saber, que dios es, en última instancia, el padre del mal.

Cuatro párrafos para la mujer

I.
Es del conocimiento de todos esa vieja sentencia pronunciada por dios en los tiempos del pecado original, donde se refería así a la serpiente:"pondré enemistad entre tú y la mujer... ésta te quebrará y tú le quebrarás el calcañar"(Gen.III,15)

II.
Sin embargo esa proclamación no se dió al corto plazo; por el contrario, los teólogos del medievo sobreentendieron una estrecha colaboración entre el Diablo y la mujer. Por medio del pecado de la carne, suponían, la mujer proveía a Satanás de almas: las mujeres inducían a los santos a traicionar a dios.

III.
No fue sino muchos años después, a través de la poesía, que se concibió un nuevo tipo de mujer: la mujer angélica, capaz de subir las almas de los hombres hacia el cielo, hacia dios, (si amigos, la mujer que nos hace volar) la mujer que por fin quebraría a la serpiente, el vehículo de esa victoria anunciada desde tiempos inmemorables. La mujer que por fin nos salvaría de Satanás y nos enseñaría a aplastar al enemigo con el exceso del amor.

IV.
Esto al menos nos muestra los dos principios o fuegos que cohabitan en la mujer, tan inegables para muchos: el fuego puede ser llama que se alza hacia el cielo como una lengua sedienta de amor o puede convertirse en hoguera devoradora destinada al infierno.