domingo, 22 de enero de 2012

El último viaje del Renault




Durante toda la mañana, Christopher estuvo escuchando toda clase de explicaciones respecto al mismo asunto de la semana pasada, sin que una sola le pareciera algo convincente. Aquello simplemente era un absurdo; tener que dejarlo justo ahora que ya había alcanzado la estatura estipulada para viajar como copiloto sin ningún riesgo, era una mala decisión. ¿Y qué sucedería con el viaje prometido para ir a buscar fósiles a Coahuila?, ¿dónde quedaba esa larga expedición a la Sierra Occidental para cazar ranas venenosas y mirar cómo el suelo era dominado por insectos nunca antes vistos, la fogata donde quemarían bombones frente a la playa, el zafarí en puebla, el campamento en las riveras de la presa Iturbide y la visita al observatorio para comprobar el avance del cinturón de orión a lo largo del año?

En un par de horas, todas estas preguntas terminaron por sumir a Fermín en un terrible mal de culpa cuya cura sólo alcanzó a entrever en el hecho de que para los niños el mundo de los adultos nunca es comprensible. A medio día la abuela Antonia había intervenido para restarle sufrimiento, sacando de una mano al niño del auto, y llevándoselo casi a rastras al mercado, pero eso no bastaba, a lo sumo alejaba aquello que ya reconocía como un problema, lo ponía lejos como a un juguete que espanta en la infancia y se echa al sótano, pero no lo suprimía justo como un enfermo mental espera que desaparezcan sus alucinaciones. A Fermín siempre le pareció aborrecible la poca importancia que se le daba a las opiniones de los niños, y muchas veces en medio de una cena, años atrás le confió repetidamente a Úrsula su perspectiva de cómo la niñez es ese largo y cruel presidio donde se tiene que soportar sistemáticamente la desilusión y la mentira. En su perspectiva, el hecho de que en el mundo adulto valiera más no plantar en una cita al jefe que a un niño en el parque, hablaba de la pobreza cultural de una sociedad en asuntos educativos, incluso en una ocasión, quizá de manera exagerada, se atrevió a señalar en ello la raíz de la intolerancia y todo fascismo. Era una putada ahora estar en medio de una situación así.

Harto contrariado, Fermín guardó el bote con todos los utensilios de limpieza y abandonó anticipadamente la casa, (por última vez) en el Clío 2007. Se tomaría una cerveza en el primer bar que abriera temprano antes de entregarle las llaves a Úrsula, cuando ésta saliera a comer y cerrara el trato. Después de todo ella era la más valiente y por demás, la dueña legítima. Acordaron verse a las dos treinta en el come ya de Newton con Horacio. Entonces Úrsula estaba por salir del baño y él preparaba el desayuno cuando recibieron la llamada. Era Diana con la novedad de que su sobrino quería hablarle al tío con urgencia: ¡Tío Fermín!, ¿adivina qué? ¿Qué niñito? Kevin dice que su papá tiene un terreno donde hay muchos ajolotes y ranas verdes, ¿podemos ir a verlas? Sí. Vamos el sábado si quieres. Pero avísale a Kevin. ¿Mañana es sábado tío, o cuándo es sábado? Jaja!, No! Mañana es martes chavito. Uh!, vamos hoy tío. Anda, y te platico un sueño que soñé.

Después había sido lo del incidente de los viajes y la dramática salida al mercado. Ahora él corría por Río San Joaquín, a los acostumbrados setenta kilómetros por hora, la palanca tirada sobre la tercera y con el vidrio completamente oculto, bajo el brazo que hacía suaves ondulaciones en el aire. Miles de recuerdos galopaban su mente, sufrían esa dura trasmutación en cristales de añoranza, justo como cuando de un día para otro se empieza a extrañar al familiar muerto y todo lo que se daba por costumbre repentinamente se echa de menos.

El ruido del motor siempre había sido el mismo parloteo de delfín, como él solía definirlo en términos marinos. Rodando sobre el asfalto podía percibirse al sol reverberando en el cofre recién pulido y de pronto Fermín se lamentó que en su último viaje ambos no pudieran reproducir esa vieja canción que escuchó en la cinta de Párpados azules: this strange effect de Dave Berry. Recordaba que en una charla entre mujeres cierta antropóloga dijo un día que el amor experimentado por los hombres hacia sus autos era una prueba de sus tendencias objetófilas, pero qué más daba, aunque todos lo repitieran, era algo más que ser el primer auto lo que lo apegaba a él, después de todo se ha soñado con éste mucho antes de ir a la escuela y eso hace que el primero no sea en definitiva sino uno antes deseado. Como aquel primer beso imaginado con miles de noches de anticipación y que una tarde sucede en la mesa de una nevería como un evento planeado por el Demiurgo con el único fin de ser comprobado en un hombre y una mujer, tarea a todas vistas situada en una jerarquía de segundo nivel. Era más bien lo que ello conllevaba. El beso en sí mismo no es si un término sin valor, pensaba, su grandeza residía en su capacidad para abrir posibilidades.

En su caso por ejemplo, estaba la madrugada cuando hicieron posible acercarle el mar a los viejos de Úrsula, sobre todo a su madre, quien al verlo por vez primera no pudo sino responder a su emoción con un canto sin fondo, el cual escucharon asombrados durante toda la tarde y durante todo el cielo que atravesó el sol en aquel viaje. Estaba la vez que el tío Vicente cayera por desgracia en ese hospital del demonio que estaba en una ciudad vecina y la tía Margarita tuviera que dejar a los niños al desamparo de la casa vacía. En esa ocasión el Clío había llevado víveres y había servido como campamento después de los horarios de visita; había servido para buscar al padre de Fermín la vez que enloqueció y sobre la misma ruta perseguir la huella de una mujer en el corazón de un amigo. Pero sobre todo los paseos con Úrsula, las estancias en los miradores, las noches de motelitos camino a Puebla, las travesías nocturnas por la autopista sin luciérnagas, las tardes de relámpagos, todas las disputas, las fiestas, los bailes, las idas al cine en la función de media noche. Todas esas cosas resaltaban el valor de un automóvil, lo confirmaban como algo más que una herramienta de trasporte. Eran ya más de noventa mil kilómetros con Úrsula, de estar y no estar con ella, noventa mil kilómetros en donde en algún punto se situaba el momento cumbre de su amor y también su desplome, sus traiciones y reconciliaciones en mitad de la madrugada cuando ella solía llamarle desde algún salón de baile para que la recogiera, y se perdonaran mutuamente cada uno desde su asiento, detrás de su porción de cristal con que veían e intentaban unir sus visiones irreconciliables del mundo, donde secaron y desempañaron sus lágrimas mirando por el retrovisor los momentos podridos, alejándose con los señalamientos de bifurcaciones y libramientos, muy, muy lejos ya de ese veneno ineludible. Y ahora estaba ahí, frente al tarro de cerveza semivacío, sin poder abrir el libro obligado de cualquier salida, a punto de entregar su pasado y comprometiendo buena parte de un futuro que de ahora en adelante permanecería desconocido.

Como a las dos cuarenta Úrsula apareció en la esquina de Horacio con Newton. Fermín cruzó apresurado la calle y después de una rápida conversación entregó las llaves. Cuando se despidieron, alcanzó a oírle que su madre había estado llamándole al celular. Agradeció con un gesto despreocupado la información y cogió el primer taxi que le salió al paso. Solo quería alejarse de la zona, tomar después un público hasta alguna plaza y adelantar algunos capítulos antes de volver a casa.

Dos minutos después de encender el celular su madre estaba en la línea, lo cual le produjo cierta desconfianza.

¿Fermín?, ¿Oye, dónde andas? Estoy buscándote desde hace una hora. Estaba apagado el teléfono mamá, ya ves que no me gusta que sepan dónde estoy. ¿Qué sucede? Es Christopher. No para de llorar. Dice que tenía que decirte algo importante. Lo tuve que llevar con el doctor de enfrente porque estaba inconsolable. La enfermera le aplicó un sedante. Está muy enfadado conmigo Fermín, dice que es mi culpa que te hayas ido sin saberlo. Por qué no vienes y hablamos. Sí, pero, ¿qué te ha dicho? Es por el loco de tu padre, no sé qué mierda le metió ahora en la cabeza sobre las almas. La semana pasada me dijo que le había enseñado a hablar con las plantas y ya ves cómo es el niño. El mes pasado no quería ni que matáramos a las moscas. ¿A caso no sabe que eso no se le dice a un niño? Pero no sé eso que viene al caso mamá. Pues que tu padre le contó lo del Datsun rojo. Le refirió toda esa historia de Chiapas, cómo el ejército le quitó su carro para encerrarlo de por vida en un corralón improvisado en la sierra. Tú sabes mejor de lo que hablo Fermín, de esa disparatada de que su coche lloró años después de que lo encontró con el motor partido por la mitad y que solo pudo traerse el cristo del tablero que sobrevivió al incendio. Mira ya va a despertar… Pásamelo mamá, estoy un poco lejos. Quiero decirle algo.

En el hospital, la madre de Fermín hizo lo posible por acercarle el teléfono a su nieto. El niño estaba sedado desde hacía hora y media en una camilla. Tenía los párpados inflamados y un temblor desconsolado le impedía respirar con normalidad. Lo primera imagen que Fermín se hizo tras el teléfono fue la de Diana cuando niña. Repetidas veces terminó en la piececita de sanaciones de la curandera de la colonia por culpa de sus desaforados berrinches y los caprichos por los que disputaba con su mamá. Entonces una bofetadita bastaba para destrabar la mandíbula abierta y un tecito para calmar los nervios. Con Christopher era distinto. Se tomaba muy en serio todo, o mejor dicho, alcanzaba a darle el justo significado a las cosas, a las promesas, a las leyendas y fantasías. Era de esos niños en quien los actos demostraban la bajeza de ser mayores. En realidad no hacía falta que Antonia le refiriera detalles, él mismo había repetido decenas de veces las mismas historias del abuelo en algún paseo, es más, creía ver cómo el brillo en la mirada del niño se intensificaba cada vez que Fermín le confesaba cómo había aprendido las mismas cosas cuando niño. También hablaba de vez en cuando con las flores y mostraba respeto por los animales que aparecían en los rincones más solitarios de la casa; contestaba con las mismas respuestas a las mismas preguntas hechas al abuelo en su infancia, pero lo que más le jodía era la historia del Datsun rojo, la creencia fomentada en que las cosas apreciadas venían un poco del alma de las personas, que la familiaridad ejercía un poder increíble en los objetos, que la voz abría oídos a cada objeto del universo para que el hombre pudiera ser escuchado y correspondido. Toda esa mierda era cierta y ahora tener la obligación de negarlo al teléfono era una carga increíble.

Fermín apretó fuertemente el teléfono pero no evitó que la voz surgiera desde el fondo. ¿Tío? Hola hijo. ¿Y el Renault? Ya lo entregué niñito. Ahora la voz de Christopher quería llorar pero el sedante se lo impedía. Es que tenía que decirte algo. Soñé que tu auto lloraba. ¿Sabías que pueden? El abuelo dice que lo hacen por los faros, pero los cocodrilos no pueden hacerlo. Sabías eso tío…

miércoles, 4 de enero de 2012

Antonio el numerólogo

[Funes] era capaz de recordar la forma de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que solo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho.

Funes el memorioso. J.L.B.

A mis cinco amigos y a mi padre.


No por la designio aciago de una memoria prodigiosa, pero si como consecuencia de una vida precaria, Antonio, el ya casi olvidado ex-profesor de CCH, desarrolló un método de sobrevivencia basada únicamente en el conocimiento de ciertos números imprescindibles para su vida rutinaria. A nadie, salvo a él, las matemáticas le parecieron un asunto tan necesario como saber andar en bus o cruzar una calle transitada y ancha. Al cabo de quince años de pasar la mayor parte del tiempo en la sala de estudio de su casa, con las manos esclavizadas por la entrepierna y la cabeza humillada por la cobardía, este desertor de la vida adquirió un respetable cúmulo de conocimientos que no solo a nadie servían, sino que además no podían despertar el menor interés en persona sana de su juicio.

Por ejemplo, conocía no solo el radio exacto de una tortilla común y corriente, el número de piezas que conformaba uno, medio, un cuarto, un octavo, todos los tercios, quintos y todos los submúltiplos impares de un kilo hasta los novenos, sino el espectro de variaciones que éste sufría a lo largo de una semana entera como consecuencia de los cambios de turno de los empleados en la tortillería; sabía que si por un año completo todos los kilos estuviesen hechos por las tortillas del domingo, entonces habría al menos cuatro días en que una familia de seis personas no podría comer hasta saciarse, teniendo que acudir en un mismo día dos veces al expendio.

Su afán por conocer la cantidad exacta de la que estaba hecha cada cosa, lo llevó a establecer el número de tazas de café que podían ser endulzadas por una bolsa de a libra de azúcar morena, cantidad por demás considerablemente mayor a si se tratara de azúcar refinada. Supo además que las exigencias calóricas del invierno lo obligaban a agregar tres diez y seisavos de cuchara más a cada porción, pero que este exceso se compensaba perfectamente con la costumbre de agregar menos azúcar a las aguas frescas del verano, salvo en los años bisiestos. Logró determinar que cuando más escaseaba el dinero, convenía que en los inviernos el café, el té y toda bebida dulcificada se sirviera fría, ya que a menor temperatura el menor índice de solubilidad del agua provocaba que un séptimo de dos cucharadas de azúcar se quedara sedimentado en el fondo de la taza, con lo cual al cabo de catorce porciones, que eran siete días, media porción de día era endulzada a partir de las sobras, y que el aporte de temperatura al cuerpo provisto por una taza de café a sesenta grados centígrados podía ser compensada por tres sesiones de veinte sentadillas, o bien, cien lagartijas en tres sesiones, ya que el trabajo por cada lagartija equivalía aproximadamente en toda persona a tres quintos de su sentadilla.

Sus sentidos se adecuaron tanto a las medidas, que Antonio el numerólogo era capaz de saber cuántos gramos le faltaban a los supuestos kilos de carne y de huevo en todas las carnicerías y tiendas de abarrotes de los alrededores, aun y cuando por sus carencias, del primer producto él solo comprara medios cuartos, seis veces al año, teniendo siempre que multiplicar el faltante (y la dificultad del problema) por ocho y logrando hacer eso con un margen de error de solo el uno por ciento. Dicha sabiduría le valió para hacerle a don Lázaro la advertencia de que en las actuales condiciones, sus medios kilos eran en realidad trece veinticuatroavos, y a base de varios cálculos hechos en cuatro hojas de papel de estraza, logró demostrarle a sus ojos atónitos (sin pedir compensación alguna) que la dimensión promedio de los blanquillos en las condiciones de hoy impedía despachar quinientos gramos exactos, y que por ende, cada veinticuatro medios kilos vendidos se perdía uno.

Resta decir que era capaz de determinar el estado de cocción de un caldo de jitomate, de un arroz blanco y de un menudo caldo de pollo con solo examinar el olor que se percibía en un radio de cincuenta centímetros alrededor de la estufa, todo bajo la premisa de que al levantar la tapa del caso en cada inspección, ésta le hacía perder al vapor interior una energía solo recuperable con treinta segundos extras de lumbre, ahorro que le permitía anualmente coser un pan de medio kilo para navidad y compartirlo con sus gatos.

Su oído era tan agudo, que podía calcular, apoyándose en el efecto Doppler, el tiempo que tardaría en llegar el camión recolector de basura con solo oír dos veces consecutivas el sonido que hacía la campana. Conocía que las perturbaciones en el clima no hacían que dicho tiempo se modificara en una cantidad apreciable, pero si a la hora de predecir la distancia a la cuál una tormenta de relámpagos podría arruinar sus paseos otoñales en bicicleta.

Sus constantes expediciones al campo, en compañía del instrumental meteorológico correcto, y las múltiples lecturas que hizo en los climas y altitudes más variadas, dieron a su piel la capacidad de percibir las variaciones micrométricas en la longitud de la vellosidad de sus brazos y pecho, de modo que los signos de sus escalofríos, multiplicados por un millón respecto a los del hombre normal, le facilitaban predecir cuánto duraría la lluvia y cuánto la sequía en un periodo normal de cualquier estación, cuándo un niño cogería un resfriado seguro y cuándo un perro no podría refrigerarse a pesar del jadeo constante después de corretear a un cartero en pleno rayo del sol.

Nadie como Antonio se convenció jamás de que el orden del universo y las costumbres humanas estaba regido por cualidades numéricas perfectamente identificables a los ojos de la paciencia y de la premura provocada por la pobreza. Registró tantas cantidades y tantas cifras en las hojas reciclables de sus lecciones pasadas, en los rectángulos de papel de estraza que se obtenían al desenrollar una bolsa de panadería y otras tantas en las hojas dejadas en blanco en sus escasos libros de poemas, de tal modo que entre el poema veinte y la canción desesperada podía estudiarse el registro detallado de todas las temperaturas leídas en el termómetro de mercurio justo al amanecer y al atardecer de los tres años que tuvo el resfriado más largo de su vida. En cada bombilla fundida, estaba escrito con tinta roja el número de encendidos exitosos hasta antes de haber sido reemplazadas y guardadas en el rincón del armario; en tinta negra asignaba el número de palomillas de san Juan que habían muerto quemadas contra su fuego tratando de alcanzar la luz. Pero de entre todos sus registros, ninguno se comparaba con la sucesión a la que cada día contribuía con sus sueños. Por regla, en alguno de los muchos que tenía, aparecía siempre una cantidad de cualquier número de cifras, que nunca se repetía y que permanecía en su memoria hasta que sus ojos volvían a cerrarse la noche siguiente. Trazaba dichas colecciones numéricas sobre los quince muros de su casa, formando relieves intrincados, cuyo estudio y la experiencia de todos los años apuntaba a sospechar que sus sueños arrojaban piezas que al encajarse configuraban la irracionalidad misma. La ausencia periódica lo hizo imaginar que sus sueños serían infinitos, infinitas sus noches, infinitas las disposiciones de su alma, sus miedos, todos los deseos exteriorizados por el oscuro subconsciente. Mientras aquella sucesión no se repitiera, él no conocería la muerte, es decir, el olvido numérico.

Y con esa certeza en el corazón, a saber, que su alma no conocería la muerte mientras sus sueños construyeran exclusivamente un número irracional, recorrió en bicicleta más de veinte mil kilómetros sin preocuparse jamás por la manera de hallar sustento. En los pueblos lluviosos enseñó a la gente cómo construir sencillos pararrayos y modestos pluviómetros a cambio de techo y algo de sopa caliente; en los áridos explicó cómo los árboles podían incidir benéficamente en el clima en un lapso de solo diez años, insistió en el amor que debía profesársele al mundo vegetal y en una breve exposición logró demostrar la existencia del alma de la madre naturaleza. En los pueblos mágicos sirvió de guía, contribuyendo con nuevas e inverosímiles historias que arrebataban el asombro de los turistas e incluso de los nativos y nativas, muy a pesar de que supieran que aquello no formaba parte del legado histórico. En aquellas zonas donde escaseaban los colegios instruyó a los ancianos y a los poetas para enseñar el sistema numérico mediante un método basado en la pura imaginación, por lo que no eran necesarios ni libros, pizarras o cuadernos; incitó a los curas a orientar sus sermones en un sentido cabalístico y versó en su despedida acerca de por qué los enamorados y los maestros podrían ser mejores gobernantes que los políticos. Cruzó descalzo las zonas adineradas de cada estado que encontraba a su paso, pidiendo pan y agua en cada puerta sin recibir miga alguna, con lo cual, toda vez que acababa su recorrido le confiaba a dios su idea de que lo anterior había de constituir una demostración por inducción de que los ricos no debían ingresar al cielo.

Sin embargo, después de ciento dos años, Antonio el numerólogo tuvo un último sueño. Las cifras que había de agregar esa mañana (las cuáles anotaba en rollos de papel higiénico para incorporarlos después a los muros de su casa) iban a hacer que la larga sucesión trazada sobre sus paredes por fin se repitiera. Logró adelantar al destino con su mente prodigiosa y vaticinó que dentro de ciento treinta y siete noches, llegaría su última noche sobre la tierra.

A partir de ese día, mi padre comenzó a olvidar una a una cada cifra del sistema numérico. Por ejemplo, al olvidar el número siete, perdía con él todas las fechas históricas en cuya expresión había aparecido éste, cada mes en el calendario había perdido tres días y con ellos todas sus anécdotas, le extrañaba tener ciento dos años pero al contabilizar uno a uno sus cumpleaños no explicaba por qué diez y nueve de ellos habían desaparecido por completo. Con el paso del tiempo terminó por no poder pronunciar su edad, referir su dirección, su talla o peso, olvidó que cinco eran los dedos de la mano e incluso que dos describía la cantidad de ojos y personas necesarias para formar la palabra amor, sintió un gran terror cuando el censo poblacional tocó a su puerta y no pudo responder a la pregunta de cuántos habitan ésta casa. Olvidó la manera en cómo podía descifrarse la disposición de las manecillas del reloj y la cantidad que debía dormir cada día. Perdió la noción de cuánto debía esperar entre llamado y llamado al tocar una puerta; había veces en que respondía repentinamente a una pregunta que le había hecho el médico horas antes en el consultorio del hospital mental.

La noche de su muerte (solo dios sabe si en ese último momento se le permitió recobrar toda su lucidez, pues así me lo pareció) se recostó afablemente en el centro de la pieza, la contemplación de todos sus números le provocó una larga sonrisa y creo que conoció en ese momento cumbre la verdad tras el misterio de ser hombre, a saber, que ni dios mismo conocía la manera, ni tenía la paciencia, ni el tiempo para regocijarse en la inútil tarea que había sido toda su vida como numerólogo: la de llegar de uno en uno hasta el infinito.

martes, 3 de enero de 2012

Recuerdos de la tifo

Desde que tengo memoria sonrío con facilidad. La menor charla derivada en una broma, la persistencia de una mirada en el metro, el más casual encuentro en un parque a menudo concluye en una larga y estúpida sonrisa. ¿Por qué no iba hacerlo en este momento? La risa también es una respuesta a la humillación. Me detengo recargando el peso sobre las rodillas y respiro dos o tres veces, las ganas de cruzar corriendo el patio poco a poco me abandonan; ha sido demasiado completar varias vueltas a toda la escuela y comer de aquellas peras verdes. De pronto extravío una respiración en algún episodio del aire, ha sido un jadeo, pienso.


La sonrisa dibujada en mi rostro se queda inmóvil por un instante, se acompaña por una sensación cuya procedencia ignoro, pero está ahí, rezumbando bajo la piel. Es semejante al olor de la sangre, la que se libera internamente después de una contusión grave y recorre las fosas nasales, el laberinto ocular y los caminos cerebrales, hasta que emerge inflamada como la lava. Cuando era más niño este mecanismo de alerta se activó tras recibir un pelotazo en la cara; estaba ese fortísimo olor precediendo la venida de la sangre, la reticencia del miedo, y por supuesto la burla de los espectadores.

Camino despacio. Es un día normal de colegio, me digo; aunque el universo de los otros se adelante como las avispas que vuelven hacia el nido después de una cacería. Habrán depredado una colonia en algún rincón del bosque donde ahora yacen centenares de insectos, inferiores, decapitados, todavía torturados por la agonía. Los objetos, que parecen animados por una extraña fuerza de gravedad confluyen velozmente hacia un solo punto distante. Voy a quedarme en medio del patio completamente vacío. El sudor caliente, ardoroso, salado, resbala por mis mejillas; siento el cosquilleo de sus pequeños ríos desprovistos de peces. Relamo mis labios con ese pedazo de carne roja y viscosa que se alarga tanto que creo merodea ya las mejillas.

Me detengo todavía en la puerta del salón y miro hacia arriba. Es el sol, las dunas de sal, mayo, la conserje tratando de restablecer el patio hecho un desorden bajo el rayo; doña Chelo guardando sus frutas, barriendo bajo aquella marquesina y tratando de alcanzar el recogedor. El patio brilla intensamente como un espejo. Es tarde para sentarse a contemplar, me digo. Quiero tumbarme pero la deshidratación me consume. Las últimas gotas abandonan la frente y arden sobre el suelo. Quisiera salir de este instante, saltar de este vagón hacia la sombra y hundir la frente en el césped.

La maestra no dudará en reprocharme cada minuto de mi demora. Escucho las reprimendas contra los que comen dentro. ¡Carajo! ¿Dónde cogí ésta sed? El baño está solo a unos pasos, vacío, fresco, con los lavamanos húmedos, las tazas frías. Capulín, el perro de la conserje me mira, luego agacha la mirada y lengüetea hundiendo la cabeza en esa cubeta para trapear. (¡Si pudiera probar algo de agua!) Gime, baja las orejas, mira algo dentro de mí, quizá es el fantasma de la sed que se abrasa en mi boca. Retuerce la cola y enseguida se pone a ladrar cuando la maestra me toma con violencia del brazo.

El salón está caliente. Huelo en el aire la sustancia del sueño que se licúa, miles de hormigas escalan por mi cuello buscando la cima. Quieren beberse la pequeña laguna de mis ojos. Quiero recostarme; me derrumbo en la primera banca; no es la mía por supuesto, pero se siente tan reconfortante.

Ahora la maestra enseña Geografía; el hombre no llegó a América en balsas. Los mares se congelaron en el polo y los viajeros cruzaron por Bering acompañados de perros. La agricultura es la actividad principal del hombre. ¡Somos nómadas!, ¡no tenemos tierra, pero conquistamos el fuego!, ¡hemos vencido a la noche y al frío!

Abro los ojos y puedo oler el mar, la sal del mar congelado. Estoy ensopado en sudor. ¡Me siento cansado Oscar! ¡Escríbeme la tarea por favor! ¡Oscar, eres el mejor amigo del hombre! Vamos, quita esa cara y ese aliento recalcitrante.

Vagabundeo por la escuela ignorante del tiempo y el espacio. Hoy no debería estar en la escuela, debería estar dormido en casa. En mi cuarto no entra luz, nadie ha corrido las cortinas esta mañana y aún no se escuchan los pasos de mi abuela rondando la estufa. ¿En verdad tengo que subir la escalera con esta mochila tan pesada? Oscar me acerca una hoja blanca al rostro. Quiere que me duerma, como el cloroformo lo desea para el enfermo. Es mi tarea. Debo comprar una monografía de América, de la sangre que corre por América, por su cuadrícula, por sus márgenes azules.

Es mi sangre la de América, repito entre gritos. El cielo se puebla de rostros, de imágenes abominables, de mocas negras sobándose las manos. Ya no puedo andar, Bering se está congelando bajo mis pies. Los ángeles son pájaros con rostros humanos. Las nubes se están incendiando y corren como ovejas. Miren como los pájaros van al entierro de la lluvia. ¿Ahora quién llorará por América?

Amigo, avísale a mi abuela que estoy muriendo, que no pude cruzar el desierto. ¡Oscar, díselo!