domingo, 30 de octubre de 2011

El sepulcro de los vivos


Una lectura inicial de "La casa de los muertos", "Recuerdos de la casa de los muertos" o el título que yo prefiero: "El sepulcro de los vivos", me ha hecho formular la siguiente pregunta: ¿Es posible interpretar la sociedad occidental como una versión de la casa de los muertos, descrita por Dostoievski?

Esta idea es sugerida en primer lugar por el angustioso título, que es un sepulcro diferente al usual, donde comúnmente se resguarda bajo tierra el cuerpo despojado de su alma, del hombre desposeído de ese rasgo distintivo que lo separa del mundo inerte. Angustioso porque propone un escenario más desesperanzado al ya descrito por la sentencia "estar muerto en vida". Estar sepultado en vida supone a parte de una cercanía con la condición del muerto un estado de confinación, de encierro en un presidio de magnas proporciones: el mundo, la sociedad, la urbanidad, la vida en ciudad...

Hoy en día resulta difícil una postura escéptica respecto a una cuestión abordada por el personaje principal Alejandro Petrovich: ...al poner el pie en el presidio invade a uno el pensamiento de que es imposible hacer de un hombre vivo un cadáver, sofocando sus ansias de venganza y de vida, sus pasiones y la necesidad imperiosa de satisfacerlas
Para Alejandro Petrovich, el presidiario, el forzado, o trasladado a nuestros tiempos, el proletario, el empleado, el oficinista, el estudiante, en fin, el ciudadano, se caracteriza por un estado de encierro y envilecimiento cuya persistencia ha hecho del condenado un ser que ha aprendido a soportarlo todo, a tener como única dignidad su capacidad para no asombrarse de nada, incluso ni de atrocidades como el infanticidio o el parricidio. Tal como se lee en las propias palabras del maestro ruso:¡Sí, el hombre es un animal indestructible...que aprende a soportarlo todo..., que como presiadiario:aprende a tener paciencia incluso ante la injusticia y absurdidad de su condena, incapaz de articular cualquier reacción, pues a pesar de que Nuestra vida era infernal, insufrible... nadie se hubiera atrevido a sublevarse contra los reglamentos interiores del penal y las costumbres establecidas. De este modo podemos ver en el presidiario la figura de nuestro tiempo, la partícula constitutiva, atómica, de nuestra masa silenciosa, como diría Baudrillard.

Paciencia esperanzada quizá en el carácter perecedero de la condena, (muy a pesar de consistir esta en prolongados años de trabajo forzado, una cadena perpetua o en un sentido más patético la aceptación de que en nuestro pueblo existan, en efecto, seres desgraciados cuyo destino es el de ser mendigos toda su vida y... permanecer bajo el dominio de los ricos advenedizos..., en cuyo caso la prescripción sería la muerte) en la expectativa de un día renunciar a nuestro papel de asalariado, a esa condición insufrible de tener que ser prestadores de servicios, postergadores del propio deseo, hasta llevarlo al punto del anhelo y por último al de una vida nostálgica desperdiciada en asuntos innobles. Precisamente porque: somos gente perdida, no hemos sabido vivir en libertad, y ahora debemos recorrer a viva fuerza la calle verde y pasar para que nos cuenten como a bestias.

Pero la condena no es en sí el trabajo, como podría concluirse del Génesis, sino el trabajo absurdo, como el de trasvasar el líquido contenido de un tonel a otro, sin más finalidad de la de volver el contenido al tonel ahora vacío, una y otra vez sin descanso. Es respecto a este punto que Alejandro Petrovich denuncia la contradicción subyacente en el sistema penitenciario: por un lado el trabajo útil es el recurso mediante el cuál el preso puede obtener dinero para satisfacer sus más arraigadas necesidades y hacer más pasadera su estancia, aunque también el medio para restaurarse en su sociedad; por otro el sistema solo le provee trabajos absurdos, detonantes de su ansiedad perpetua, útiles solo para castigarlos y asegurar a la sociedad contra nuevos atentados por parte de aquellos. Es ante ésta tensión que el hombre occidental , postmoderno, se ve también enfrentado día a día al comparar su vida cotidiana con la del campesino, con la del hombre ajeno al mundo súper-desarrollado, y le obliga a reflexionar en semejanza al presidiario:
El campesino trabaja, seguramente más que el forzado, pues no tiene descanso ni de día ni de noche...pero trabaja por su propio interés, y por consiguiente, sufre menos que el presidiario, el cual realiza un trabajo del que no ha de sacar ningún provecho. Este trabajo pues, (y más aun para el hombre letrado, instruido) cobra el estatus de perfecta inutilidad.

Es esta vida de perfecta inutilidad, en donde todos los hombres trocamos nuestro camino hacia los imperativos de la globalidad, cortando nuestros impulsos humanistas y artísticos, que surge la posibilidad del mundo como presidio, como sepulcro de los vivos, un territorio limitado y limitante donde germinan seres morbosamente sumisos y obedientes, aunque también donde la agresión y envilecimiento múltiple los impulsa a veces a tener arranques de ira y desobediencia, manifiestos bajo la forma del Crímen, el crímen como forma de inútil rebeldía, un mero acto de desesperación, una manifestación angustiosa y convulsa de la personalidad...un deseo de hacer valer el yo envilecido, dirigido hacia el otro, hacia el compañero de presidio, el enemigo inmediato aunque no auténtico, el compañero de trabajo, el otro aspirante al puesto ofertado en el mercado de la carnicería, el coartador de mis posibilidades, el que brota en todos los escenarios, el que roba el lugar en el bus, en el metro, aquel multiplicado por mil que hace lancinante y terrible el hecho de no poder estar solo ni un solo minuto durante toda nuestra condena.

El criminal entonces es la víctima número uno del sistema penitenciario, y también de esa Atlantida vengativa que finalmente emerge, blanca y reluciente, del océano de lo inconsciente, que nos hace gritar durante la noche como un presidiario: ¡Sujétalo! ¡Córtale la cabeza! , y nos hace reconocer que somos hombres sin entrañas, y por eso soñamos a voces, es decir, los sueños, o mejor dicho, las pesadillas ya no pueden existir adentro, en un cuerpo vaciado cuya maquinaria del sueño se ha deteriorado justo como en un cadáver, en un condenado en condena.

martes, 25 de octubre de 2011

De: Anti-teísmo y Hacinación

30.
¿Qué especie de dios envía a su hijo a la tierra? ¿Qué naturaleza cobarde prueba en carne ajena la experiencia de nacer, vivir y morir hombre? Ese extranjero cósmico llamado Jesús, que vino a reformular el pecado simple, nato, incluso natural del hombre, para instaurar en su lugar el odio hacia el mundo de lo humano, es en último término la prueba de que lo divino no es capaz de soportar la tragedia de la existencia. Esa broma improvisada llamada resurrección confirma no solo el miedo que inspiró la naturaleza indomable del hombre cuando se le quiso conducir hacia el bien y hacia un modelo ingenuo de la felicidad, sino también la falta de interés y respeto hacia un padre sin escrúpulos que se ausentó durante milenios después de la creación.

Docencia y Utopía

Como estudiante siempre estuve inconforme con la poca inventiva de los profesores de matemáticas. Muy temprano supe que tendrían que ser señalados algún día. Hoy, en el ejercicio docente, he decidido materializar mi inconformidad en una serie de actividades amigables, sin que esto las haga caer en la simpleza.
Por el contrario, mi trabajo está dirigido a los alumnos inconformes con la forma en que se enseña todo, para aquellos que en realidad desean descifrarlo todo, aprenderlo todo, a los que siempre han buscado lo profundo. De ningún modo para esos fantasmas superfluos tan abundantes hoy en día.