lunes, 7 de noviembre de 2011

Un cuento para Lilí


I.
Lilí era una mujer de seis años. Hoy sacudo el polvo, las inevitables telarañas tejidas por el tiempo, y de ese baúl que todos llevamos a cuestas, tan cargado de recuerdos irreprochables, emerge su diminuto cuerpo ya sin rostro. Un perfume, el roce epitelial de sus nalgas y las cerdas de su cabello haciendo música en su frágil y pálida espalda, constituyen el más completo inventario que puedo redactar de Lilí.

« - Dios no me quiere Adrián. Tú lo sabes, lo has visto.
- Solo veo que eres un marica
»

Vivía con su mamá, pero la mayor parte del tiempo estaba sola. Era casi huérfana como Adrián y yo. Desconozco la escuela a la que fue. Quizá nunca estuvo en una porque no iba a necesitarlo. Pasaba buena parte del día en cuclillas mirando los marranitos de mi abuelo. Por la tarde hacía prolongados recorridos en la vecindad, apareciendo con un gesto indigente en la ventana de las cocinas, o iniciando una breve metamorfosis debajo de alguna escalera, reuniendo con las manos todo su cuerpo en un blanco capullo del que se salía más tarde aún sin alas para hacer una visita al corral de los conejos. Otras veces se sentaba a platicar con nadie en las tazas de los baños, recortando por horas muñequitos de papel hasta que algún vecino la reprendía y ella se marchaba sin réplica nuevamente a la puerta de su casa, sin atreverse jamás a violar la sentencia de su madre de no abandonar la vecindad.

«- ¿Cómo voy a decirle al padre lo que hice? ¿Tú ya tienes la comunión, no es así?
- Pues no se le dice todo y punto.
»

II.
¿Qué buscabas Lilí, cuando de pronto tu sombría presencia se recargaba detrás del refrigerador y escuchabas largos ratos el televisor sin atreverte a cruzar la sala donde yo me había echado en el sillón? Era hasta que la interrogación de mi abuela te delataba que, yo, incapaz de decir nada, me petrificaba frente a ti, tratando de oírte algo, tratando de hacerte hablar con mi silencio, con el asombro de mis ojos que seguían el juego de tus dedos acariciando los tirantes de mi mochila. Alzabas la frente y con esas pupilas de santísimo templo me arrastrabas hasta tu pobre casa, que con seguridad tenía escasos muebles, algunos de esos jarrones sobrevivientes del pasado, una cama de maderos vencidos quizá y ese alto tocador donde tu mamá se polveaba las mejillas antes de convertirte a la orfandad cada día.

«- ¡Pero Dios lo sabe y va a matarme!
- ¡Dios no mata niños maricón!
»

III.
A mí nunca me hablaste. Más allá de ese simple “¿jugamos?” estaba solo la permisible compañía, la autorización para tocar tus trastes, la ropa de tus muñecos calvos, sentarme en tu comedor de plástico, pasar a tu baño, pedirte agua, escuchar mi despedida cuando se hacía de noche y la luz de tu cuarto se quedaba encendida en el pasillo, temblando como la llama de una vela en el frío.

Ni siquiera en esa tarde que hoy es para mí tan imprescindible dijiste nada. Adrián te había pedido que jugáramos a ese incinerante y por ningún motivo juego sin consecuencias de los esposos. Mi temperamento era sumamente débil, vivía a la sombra del temeroso dios de la culpa, entre constantes visiones del infierno que retrababa mi abuela en sus relatos para niños, ante el terror de ser desmentido entre las paredes del confesionario y morir atragantado en la expiación de la hostia. Por eso no llegué a ser más que tu hijo incestuoso.

Él y yo te quemamos. Juntos te incineramos, te inoculamos como esa serpiente milenaria a la bella Eva. Te crucificamos, lo sé. Yo no conocí el ardor de tu boca, ni la planicie de tu pecho o el inocente ombligo de tu vientre con hambre. Como una rémora del más inexplicable e inarticulado deseo te toque la espalda, me descolgué por las lianas de esos cabellos que no conocieron el cepillo y quise gritar cuando cayeron tus pantaletas y me arrodille para besarte los muslos. La ceniza del Pecado no se deslavaría jamás de mis manos, ni cuando supe años después que te mataron y tiraron tu cuerpo a la basura y ensuciaron aun más tu pelo.

Lilí, Lilí, y si no estuvieras muerta y en un gesto purísimo lo Imposible tomara por vehículo el delirio de una borrachera, o el de una visita al hospicio; la psicosis de un ataque nocturno en el bosque o las mismísimas voces que aparecen con la sirena de un buque tras el naufragio, o si en los idénticos países del arcoíris se nos dejara tocarnos, mordernos, penetrarnos, calcular la distancia de tu ombligo a mis párpados, de los párpados a la boca; medir la profundidad de tus sueños, de tus miedos, cotejar los días de la infancia, salir a lavarlos a una plaza muy grande y soleada para ver claramente tus ojos, conocer por fin tu voz resuelta, gritar juntos una poesía a los vientos, pedirte que me escuches, que oigas que ya no tengo miedo, que he llegado a saber que dios es un hijo de puta pero no mata niños, que no puede nada, que es como tú, como yo, andrajoso y meditabundo, fracasado y vencido… ¡dime, por favor, si yo te lo propusiera!, ¿estarías dispuesta a hacerlo?

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