viernes, 11 de noviembre de 2011

Almadelia o el Mal



I. El miedo.

Almadelia es linda. Todos los domingos viene a visitar a sus abuelos para luego marcharse antes de las ocho, cuando su mamá la aeromoza entra por esa puerta cargada de regalitos extranjeros para ella y los ancianos. De toda la vida me ha gustado la manera en que trenzan su cabello con listones rojos y bolitas, pero sobre todo, me encanta ese olor a macetas que desprende su cuerpo. Es un jardín de flores extraterrestres, de aromas extranjeros que nada tienen que ver con la niñez. Los vestidos le sientan bien porque sus piernas son una copia en miniatura de las de su madre. Me encanta cuando se pone los tacones rojos y conversa largas horas frente al espejo, con el labial invadiendo algo más allá de la boca. Quizá imagine que se trata de una cámara de televisión o un escenario teatral, glamuroso, a donde acuden conejos y ardillas vestidas de frac. No lo sé.

*

Hace días que yo me siento a un costado de la estufa y a través de las flamas azules me concentro en adivinar la forma que tendrán sus pantorrillas cuando sea grande, el filo alcanzado por sus hombros, el diámetro de las caderas, de qué color será el pecho y el cuello, porque mamá dice que las mujeres cambian de piel en la adolescencia, igual que las víboras y las arañas. Dice que un día al despertar ella verá con sorpresa a una Almadelia marchita desmoronándose sobre las sábanas, de cuyo interior se habrá de liberar una lindísima mujer completamente nueva y llena de luz.

*

El baño es la oficina de mis reflexiones, ahí la conciencia de las paredes es plena, la sensación de pertenencia, de refugio, de cueva, es tan notoria que acudo a él para hacer las remembranzas del día y proyectar el futuro.

He sabido (de voz de algunos amigos mayores) que hay una edad a la que Almadelia se volverá verdaderamente mala y peligrosa, por demás, en igual proporción a su belleza. Incontables noches se avecinan en que la sangre de sus entrañas se le escapará a borbotones como si estuviera herida o padeciera una enfermedad supurante. Tendrá que esconderse de las personas, cerrar con candado su puerta, amordazarse a sí misma para no dejar escapar los miles de improperios pronunciados en otro idioma hacia cualquier persona que se halle presente, porque sentirá ganas de hacerles daño. En especial si se trata de los hombres. Mientras rayoneo la pared del baño, de pronto fijo mi atención en las imágenes que refleja el agua del retrete, mis piernas abiertas permiten la formación de una espada de luz, yo que puedo tenerlas así en cualquier momento, no como ella. Las piernas abiertas de una mujer convocan la oscuridad, se nutren de ella. El diablo las ha dotado de cierta capacidad para embrujar machos, para enloquecerlos al grado de querer morir antes de resistirse a su encanto. A cambio ellas renovaran su pacto provocando lunas sanguinarias en los cielos.

Más tarde, cuando abandono sigiloso mi encierro, entro a la cocina, ese laboratorio de aroma y temperatura. Cuando le he preguntado a mi mamá dónde quedó su propia maldad, acogido en la seguridad de mirar desde atrás del plato y de la chimenea de la cuchara, ella contesta que Dios la expió al contraer matrimonio con papá, que el hombre es lo que contrarresta esa fuerza demoniaca.
¡Pobrecita de mi amiga!, ¡de sólo pensar que es tan dulce!, ¡tan amable!, ¡tan ingenua!, ¡me dan ganas de llorar!


II. Evidencia de una inferioridad: del miedo a la agresión.

Desde pequeño soy muy incrédulo. No acabo de convencerme del lazo filial entre mis padres y yo; tampoco creo en los poderes de dios, mucho menos en su amor, pero la idea de que las mujeres de este lugar se vuelven con el tiempo perniciosas está a punto de convencerme. Solo las cosas demasiado transparentes son capaces de persuadirme, como la muerte, la soledad, esas mujeres. Y no logro impedir que cierto miedo se sume a esto, no hay nada peor que ver a través de la claridad, pues en la oscuridad aun existe la posibilidad de que la configuración del paisaje esté falseada, pero en la claridad no, por eso nunca me asomo a las ventanas ni a los espejos, me parecen abismos de verdad.

No sé por qué, pero aquí a todas las mujeres, cuando entran en edad, sus formas les crecen de un modo tan especial, bajo un diseño tal que en vez de intimidar, como quizá lo hace la constitución de un rinoceronte, enloquecen igual que una orquídea en el desierto. (Mientras que los hombres ganan fortaleza, ellas consiguen un aire de superioridad: el imperio de la orquídea sobre el rinoceronte, de las finas tonalidades del pétalo por encima de la rugosidad y la dureza ósea. Debe ser por su diario ejercicio de imitación frente al espejo, a la eterna representación de la idealidad viviente en el universo del espejo, que a su vez es una imitación del universo exterior, que a su vez…, y así hasta lo infinito. En cambio lo propio de los hombres es la repetición, solo bajo esa dinámica se suma la fortaleza. La perfección de la repetición es inferior a la que se alcanza por el acto de la superación. En cambio los hombres casados de por aquí, suelen ser muy menudos, a penas y parecen unas varitas con bigote. La culpa ha de ser de la mujerona con la que duermen, atribuyo. Muchas veces he oído a mi abuela recalcar: “mira, pobre del hijo de aquella vecina, se lo está consumiendo su mujer. Deberías oírla por las noches, parece que estuvieran matando a una gata”

*

Otra vez se trata de los poderes malignos de la mujer, que por lo visto se avivan durante las noches, pues es en el transcurso de éstas que los hombres pierden su vitalidad. Oí decir al cura que los seres privados de la luz constituyen el reino del mal. Los hombres, a pesar de jactarse de ser conquistadores, no son más que marinos provocando el océano de la noche, océano dominado por las sirenas. Se necesita haber visto poco para comprender que el hombre como género se ha quemado los sesos para inventar cualquier forma de fuego y así combatir la oscuridad. Por el contrario la mujer lejos de enfrentar la oscuridad, la ha sentido, se ha soltado en su oleaje y finalmente se ha disuelto en ella. No son pocas las veces que he visto la piel de Almadelia resplandeciendo bajo las estrellas, cuando sube por las escaleras hasta la azotea y se pasea sonámbula entre las marejadas que provoca el viento en las sábanas tendidas.

Yo cada vez estoy más preocupado. Y es que se oyen tantas cosas acerca del futuro de Almadelia. El papá de Toño, que es un bebedor empedernido, piensa que ella será igual de puta que su mamá. En cada oportunidad dice eso con la mirada llena de rencor y después bebe largamente hasta vaciar su botella. Canta, maldice, habla a solas con su sombra y luego se encierra en un imperioso mutismo de viejo buque abandonado en el puerto. A su alrededor el resto de los comensales no hacen sino aprobar dichas palabras. A mí me parece que en su juventud le tocó ser herido por la hembra que parió a Almita y desde entonces no ha logrado reponerse de esa herrumbre que le carcome el corazón. Cuando ese hombre echa de menos y descompone el presente a tarros y a tabacos, en realidad odia.

III. El amor.

Pero yo no iba a quedarme con esa duda, menos si estaba de mi parte hacer alguna contribución favorable. Dos años han pasado desde que don Luis expresó su sentencia. Esperé a que la tía de Almita la llevara a escuchar misa en uno de esos domingos de diciembre. Me les acerqué unas cuadras antes de llegar a la iglesia justificando que no me gustaba ir solo a la casa de dios, y como la tía esa me tenía en buena imagen aceptó gustosamente la compañía. Por su parte Almadelia, ya de doce años, iba tan bien vestida con un trajecito rojo muy de moda y medias blancas. Tal era su perfume que se podía oler desde cualquier rincón de la calle. Su cabello castaño crecía más allá de su cadera, robusto, sedoso, atrayente. Hacía yo muchos esfuerzos durante la caminata para rozarlo un poco; el mínimo contacto daba la sensación de estar cercano a las arenas movedizas. Todo eso me distraía, pero tenía que cumplir con el objetivo que me había propuesto.

Al subir las escaleras, empiezan a sonar las campanas. Son las siete en punto. El cielo está claro y el aire tiene ese olor característico de la casa de dios. Me siento muy feliz, pero al mismo tiempo no dejo de experimentar cierta lástima por el destino de mi amiga. Por eso fue que me atreví a preguntárselo. Espero hasta ese momento de la ceremonia cuando el cura permite a todo mundo salir de la embriagues espiritual para recordar el mundo de la carne al que pertenecemos mediante el saludo de paz. Aprovecho tenazmente la oportunidad. Tomo su mano, la aprieto fuerte, insinuándole que quiero quedármela un rato. Supongo que es el mejor momento y lugar para consultárselo, así que la miro profundamente. Ella encoge un poco su brazo e inercialmente quedamos juntos.

–Almita, ¿a ti te gustaría convertirte en una puta cuando seas grande? – Digo, no sin cierto temor a ser escuchado por la tía que estaba a escasos metros. Es inevitable no experimentar el tibio aire de su respiración que se disuelve como un negro veneno, contagiando de olor humano toda esa atmosfera especialmente preparada mediante el sistema de unciones e inciensos con la que los capellanes intentan resaltar el aroma insípido de la espiritualidad. Momentáneamente soy testigo de la iluminación de su rostro.

Por alguna insólita razón sus ojos se anticipan a su boca y sin el mínimo titubeo apunta:

– Sí. Me gustaría mucho. – Dice. Y al soltarnos, solo veo su pequeña figura alejándose. Como en ninguna otra ocasión su perfume me parece el vivo aroma de la maldad. La maldad en su etapa de nacimiento filtrándose por todo su cuerpo. Creo que por un instante la cera líquida de los cirios se manchará levemente de rojo, dejando un fino testimonio de sangre, en semejanza a esos oscuros trazos que deja el oleaje sobre la rompiente.

IV. El deber.

¿Cuál es la actitud correcta frente a una voluntad poseída por el deseo? ¿Hay en realidad un camino para rodear el mal, ese tipo particular de mal convocado por Almadelia? El convencimiento en su rostro casi iluminado no dejaba espacio a la duda y hasta podría jurar que en sus gestos había algo que me comprometía a participar de cerca en su futura y quizá desconocida transformación. Ahora una complicidad traviesa nos unía. Me interrogaba constantemente; poseer un secreto despierta enormes dudas, tenía que cuestionar a todo el mundo y a la vez mantener la confidencialidad; depurar lo más posible las conductas seguidas por el resto de los hombres antaño, limpiar el terreno, lavar las manos donde sin duda Almita y yo nos dejaríamos caer.

*

Yo tenía 16 años cumplidos y ella escasos doce. Sinceramente llegué a preguntarme si no sería yo un pedófilo. Afortunadamente, quien se acerque a los libros clásicos de la psicología, podrá leer en sus páginas que se es partidario de tal parafilia únicamente en el caso de exceder en 5 tantos la edad del menor, y yo, aún permanecía dentro del rango. Mientras preparaba mi habitación pensaba que las definiciones, cuando no condenan, amparan majestuosamente determinados pecados. Aunque sin lugar a dudas, mis intenciones eran otras bien distintas, pues lejos de buscar la instrucción de mi amiga, como se relata en aquel famoso cuento de La marea, mi deseo era el de conseguir su salvación.

Es hora de que Almita toca la puerta y yo me contengo un poco asomando el ojo por la cortina apenas entreabierta. Dejo que llame varias veces. La veo rodear el frente, sacar su teléfono y enviarme un mensaje. Trae un pants azul, ha sabido mentirle a sus abuelos excusando una salida al museo, está decidida.

Se deja conducir con entusiasmo, no experimenta enojo alguno ni ante la leve violencia con que le he arrebatado cada una de sus prendas. Momentáneamente lleva la mirada hacia sus partes íntimas cada vez que retiro y reintroduzco un nuevo objeto, su cuello latiguea y se contrae hasta que la barbilla es frenada por el pecho o el hombro, en sus gestos hay una especie de lamentación por no tener la habilidad con que ciertas hembras puede relamerse a sí mismas. La boca abierta, casi dislocada, deja ver unos dientes cada vez más diminutos y una lengua que por momentos parece golpear como dos. La piel, inundada por el fuerte torrente de sus venas azules, cobra una tonalidad casi verdosa y una textura invadida por tenues escamaciones. La mirada fría; las mejillas, frente y cabeza diamantadas ondulan ante mis ojos; su cuerpo zigzagueante se pierde entre los hundimientos del colchón, su entrepierna se funde en una sola extremidad gruesa y alargada que se aferra a mi cadera como si no quisiera interrumpir la unión. De pronto recobro los sentidos apresado desde todos los rincones, inmóvil por aquel abrazo formidable, descubro que estoy copulando sobre el suelo con una serpiente de cabellos castaños y que Almadelia, ¡mi Almita!, o mejor dicho, la cáscara de Almita, yace marchita, en una sola pieza, desmoronándose sobre las sábanas, yéndose para siempre, por la ventana, con las corrientes del tiempo.

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