martes, 3 de enero de 2012

Recuerdos de la tifo

Desde que tengo memoria sonrío con facilidad. La menor charla derivada en una broma, la persistencia de una mirada en el metro, el más casual encuentro en un parque a menudo concluye en una larga y estúpida sonrisa. ¿Por qué no iba hacerlo en este momento? La risa también es una respuesta a la humillación. Me detengo recargando el peso sobre las rodillas y respiro dos o tres veces, las ganas de cruzar corriendo el patio poco a poco me abandonan; ha sido demasiado completar varias vueltas a toda la escuela y comer de aquellas peras verdes. De pronto extravío una respiración en algún episodio del aire, ha sido un jadeo, pienso.


La sonrisa dibujada en mi rostro se queda inmóvil por un instante, se acompaña por una sensación cuya procedencia ignoro, pero está ahí, rezumbando bajo la piel. Es semejante al olor de la sangre, la que se libera internamente después de una contusión grave y recorre las fosas nasales, el laberinto ocular y los caminos cerebrales, hasta que emerge inflamada como la lava. Cuando era más niño este mecanismo de alerta se activó tras recibir un pelotazo en la cara; estaba ese fortísimo olor precediendo la venida de la sangre, la reticencia del miedo, y por supuesto la burla de los espectadores.

Camino despacio. Es un día normal de colegio, me digo; aunque el universo de los otros se adelante como las avispas que vuelven hacia el nido después de una cacería. Habrán depredado una colonia en algún rincón del bosque donde ahora yacen centenares de insectos, inferiores, decapitados, todavía torturados por la agonía. Los objetos, que parecen animados por una extraña fuerza de gravedad confluyen velozmente hacia un solo punto distante. Voy a quedarme en medio del patio completamente vacío. El sudor caliente, ardoroso, salado, resbala por mis mejillas; siento el cosquilleo de sus pequeños ríos desprovistos de peces. Relamo mis labios con ese pedazo de carne roja y viscosa que se alarga tanto que creo merodea ya las mejillas.

Me detengo todavía en la puerta del salón y miro hacia arriba. Es el sol, las dunas de sal, mayo, la conserje tratando de restablecer el patio hecho un desorden bajo el rayo; doña Chelo guardando sus frutas, barriendo bajo aquella marquesina y tratando de alcanzar el recogedor. El patio brilla intensamente como un espejo. Es tarde para sentarse a contemplar, me digo. Quiero tumbarme pero la deshidratación me consume. Las últimas gotas abandonan la frente y arden sobre el suelo. Quisiera salir de este instante, saltar de este vagón hacia la sombra y hundir la frente en el césped.

La maestra no dudará en reprocharme cada minuto de mi demora. Escucho las reprimendas contra los que comen dentro. ¡Carajo! ¿Dónde cogí ésta sed? El baño está solo a unos pasos, vacío, fresco, con los lavamanos húmedos, las tazas frías. Capulín, el perro de la conserje me mira, luego agacha la mirada y lengüetea hundiendo la cabeza en esa cubeta para trapear. (¡Si pudiera probar algo de agua!) Gime, baja las orejas, mira algo dentro de mí, quizá es el fantasma de la sed que se abrasa en mi boca. Retuerce la cola y enseguida se pone a ladrar cuando la maestra me toma con violencia del brazo.

El salón está caliente. Huelo en el aire la sustancia del sueño que se licúa, miles de hormigas escalan por mi cuello buscando la cima. Quieren beberse la pequeña laguna de mis ojos. Quiero recostarme; me derrumbo en la primera banca; no es la mía por supuesto, pero se siente tan reconfortante.

Ahora la maestra enseña Geografía; el hombre no llegó a América en balsas. Los mares se congelaron en el polo y los viajeros cruzaron por Bering acompañados de perros. La agricultura es la actividad principal del hombre. ¡Somos nómadas!, ¡no tenemos tierra, pero conquistamos el fuego!, ¡hemos vencido a la noche y al frío!

Abro los ojos y puedo oler el mar, la sal del mar congelado. Estoy ensopado en sudor. ¡Me siento cansado Oscar! ¡Escríbeme la tarea por favor! ¡Oscar, eres el mejor amigo del hombre! Vamos, quita esa cara y ese aliento recalcitrante.

Vagabundeo por la escuela ignorante del tiempo y el espacio. Hoy no debería estar en la escuela, debería estar dormido en casa. En mi cuarto no entra luz, nadie ha corrido las cortinas esta mañana y aún no se escuchan los pasos de mi abuela rondando la estufa. ¿En verdad tengo que subir la escalera con esta mochila tan pesada? Oscar me acerca una hoja blanca al rostro. Quiere que me duerma, como el cloroformo lo desea para el enfermo. Es mi tarea. Debo comprar una monografía de América, de la sangre que corre por América, por su cuadrícula, por sus márgenes azules.

Es mi sangre la de América, repito entre gritos. El cielo se puebla de rostros, de imágenes abominables, de mocas negras sobándose las manos. Ya no puedo andar, Bering se está congelando bajo mis pies. Los ángeles son pájaros con rostros humanos. Las nubes se están incendiando y corren como ovejas. Miren como los pájaros van al entierro de la lluvia. ¿Ahora quién llorará por América?

Amigo, avísale a mi abuela que estoy muriendo, que no pude cruzar el desierto. ¡Oscar, díselo!

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