domingo, 22 de enero de 2012

El último viaje del Renault




Durante toda la mañana, Christopher estuvo escuchando toda clase de explicaciones respecto al mismo asunto de la semana pasada, sin que una sola le pareciera algo convincente. Aquello simplemente era un absurdo; tener que dejarlo justo ahora que ya había alcanzado la estatura estipulada para viajar como copiloto sin ningún riesgo, era una mala decisión. ¿Y qué sucedería con el viaje prometido para ir a buscar fósiles a Coahuila?, ¿dónde quedaba esa larga expedición a la Sierra Occidental para cazar ranas venenosas y mirar cómo el suelo era dominado por insectos nunca antes vistos, la fogata donde quemarían bombones frente a la playa, el zafarí en puebla, el campamento en las riveras de la presa Iturbide y la visita al observatorio para comprobar el avance del cinturón de orión a lo largo del año?

En un par de horas, todas estas preguntas terminaron por sumir a Fermín en un terrible mal de culpa cuya cura sólo alcanzó a entrever en el hecho de que para los niños el mundo de los adultos nunca es comprensible. A medio día la abuela Antonia había intervenido para restarle sufrimiento, sacando de una mano al niño del auto, y llevándoselo casi a rastras al mercado, pero eso no bastaba, a lo sumo alejaba aquello que ya reconocía como un problema, lo ponía lejos como a un juguete que espanta en la infancia y se echa al sótano, pero no lo suprimía justo como un enfermo mental espera que desaparezcan sus alucinaciones. A Fermín siempre le pareció aborrecible la poca importancia que se le daba a las opiniones de los niños, y muchas veces en medio de una cena, años atrás le confió repetidamente a Úrsula su perspectiva de cómo la niñez es ese largo y cruel presidio donde se tiene que soportar sistemáticamente la desilusión y la mentira. En su perspectiva, el hecho de que en el mundo adulto valiera más no plantar en una cita al jefe que a un niño en el parque, hablaba de la pobreza cultural de una sociedad en asuntos educativos, incluso en una ocasión, quizá de manera exagerada, se atrevió a señalar en ello la raíz de la intolerancia y todo fascismo. Era una putada ahora estar en medio de una situación así.

Harto contrariado, Fermín guardó el bote con todos los utensilios de limpieza y abandonó anticipadamente la casa, (por última vez) en el Clío 2007. Se tomaría una cerveza en el primer bar que abriera temprano antes de entregarle las llaves a Úrsula, cuando ésta saliera a comer y cerrara el trato. Después de todo ella era la más valiente y por demás, la dueña legítima. Acordaron verse a las dos treinta en el come ya de Newton con Horacio. Entonces Úrsula estaba por salir del baño y él preparaba el desayuno cuando recibieron la llamada. Era Diana con la novedad de que su sobrino quería hablarle al tío con urgencia: ¡Tío Fermín!, ¿adivina qué? ¿Qué niñito? Kevin dice que su papá tiene un terreno donde hay muchos ajolotes y ranas verdes, ¿podemos ir a verlas? Sí. Vamos el sábado si quieres. Pero avísale a Kevin. ¿Mañana es sábado tío, o cuándo es sábado? Jaja!, No! Mañana es martes chavito. Uh!, vamos hoy tío. Anda, y te platico un sueño que soñé.

Después había sido lo del incidente de los viajes y la dramática salida al mercado. Ahora él corría por Río San Joaquín, a los acostumbrados setenta kilómetros por hora, la palanca tirada sobre la tercera y con el vidrio completamente oculto, bajo el brazo que hacía suaves ondulaciones en el aire. Miles de recuerdos galopaban su mente, sufrían esa dura trasmutación en cristales de añoranza, justo como cuando de un día para otro se empieza a extrañar al familiar muerto y todo lo que se daba por costumbre repentinamente se echa de menos.

El ruido del motor siempre había sido el mismo parloteo de delfín, como él solía definirlo en términos marinos. Rodando sobre el asfalto podía percibirse al sol reverberando en el cofre recién pulido y de pronto Fermín se lamentó que en su último viaje ambos no pudieran reproducir esa vieja canción que escuchó en la cinta de Párpados azules: this strange effect de Dave Berry. Recordaba que en una charla entre mujeres cierta antropóloga dijo un día que el amor experimentado por los hombres hacia sus autos era una prueba de sus tendencias objetófilas, pero qué más daba, aunque todos lo repitieran, era algo más que ser el primer auto lo que lo apegaba a él, después de todo se ha soñado con éste mucho antes de ir a la escuela y eso hace que el primero no sea en definitiva sino uno antes deseado. Como aquel primer beso imaginado con miles de noches de anticipación y que una tarde sucede en la mesa de una nevería como un evento planeado por el Demiurgo con el único fin de ser comprobado en un hombre y una mujer, tarea a todas vistas situada en una jerarquía de segundo nivel. Era más bien lo que ello conllevaba. El beso en sí mismo no es si un término sin valor, pensaba, su grandeza residía en su capacidad para abrir posibilidades.

En su caso por ejemplo, estaba la madrugada cuando hicieron posible acercarle el mar a los viejos de Úrsula, sobre todo a su madre, quien al verlo por vez primera no pudo sino responder a su emoción con un canto sin fondo, el cual escucharon asombrados durante toda la tarde y durante todo el cielo que atravesó el sol en aquel viaje. Estaba la vez que el tío Vicente cayera por desgracia en ese hospital del demonio que estaba en una ciudad vecina y la tía Margarita tuviera que dejar a los niños al desamparo de la casa vacía. En esa ocasión el Clío había llevado víveres y había servido como campamento después de los horarios de visita; había servido para buscar al padre de Fermín la vez que enloqueció y sobre la misma ruta perseguir la huella de una mujer en el corazón de un amigo. Pero sobre todo los paseos con Úrsula, las estancias en los miradores, las noches de motelitos camino a Puebla, las travesías nocturnas por la autopista sin luciérnagas, las tardes de relámpagos, todas las disputas, las fiestas, los bailes, las idas al cine en la función de media noche. Todas esas cosas resaltaban el valor de un automóvil, lo confirmaban como algo más que una herramienta de trasporte. Eran ya más de noventa mil kilómetros con Úrsula, de estar y no estar con ella, noventa mil kilómetros en donde en algún punto se situaba el momento cumbre de su amor y también su desplome, sus traiciones y reconciliaciones en mitad de la madrugada cuando ella solía llamarle desde algún salón de baile para que la recogiera, y se perdonaran mutuamente cada uno desde su asiento, detrás de su porción de cristal con que veían e intentaban unir sus visiones irreconciliables del mundo, donde secaron y desempañaron sus lágrimas mirando por el retrovisor los momentos podridos, alejándose con los señalamientos de bifurcaciones y libramientos, muy, muy lejos ya de ese veneno ineludible. Y ahora estaba ahí, frente al tarro de cerveza semivacío, sin poder abrir el libro obligado de cualquier salida, a punto de entregar su pasado y comprometiendo buena parte de un futuro que de ahora en adelante permanecería desconocido.

Como a las dos cuarenta Úrsula apareció en la esquina de Horacio con Newton. Fermín cruzó apresurado la calle y después de una rápida conversación entregó las llaves. Cuando se despidieron, alcanzó a oírle que su madre había estado llamándole al celular. Agradeció con un gesto despreocupado la información y cogió el primer taxi que le salió al paso. Solo quería alejarse de la zona, tomar después un público hasta alguna plaza y adelantar algunos capítulos antes de volver a casa.

Dos minutos después de encender el celular su madre estaba en la línea, lo cual le produjo cierta desconfianza.

¿Fermín?, ¿Oye, dónde andas? Estoy buscándote desde hace una hora. Estaba apagado el teléfono mamá, ya ves que no me gusta que sepan dónde estoy. ¿Qué sucede? Es Christopher. No para de llorar. Dice que tenía que decirte algo importante. Lo tuve que llevar con el doctor de enfrente porque estaba inconsolable. La enfermera le aplicó un sedante. Está muy enfadado conmigo Fermín, dice que es mi culpa que te hayas ido sin saberlo. Por qué no vienes y hablamos. Sí, pero, ¿qué te ha dicho? Es por el loco de tu padre, no sé qué mierda le metió ahora en la cabeza sobre las almas. La semana pasada me dijo que le había enseñado a hablar con las plantas y ya ves cómo es el niño. El mes pasado no quería ni que matáramos a las moscas. ¿A caso no sabe que eso no se le dice a un niño? Pero no sé eso que viene al caso mamá. Pues que tu padre le contó lo del Datsun rojo. Le refirió toda esa historia de Chiapas, cómo el ejército le quitó su carro para encerrarlo de por vida en un corralón improvisado en la sierra. Tú sabes mejor de lo que hablo Fermín, de esa disparatada de que su coche lloró años después de que lo encontró con el motor partido por la mitad y que solo pudo traerse el cristo del tablero que sobrevivió al incendio. Mira ya va a despertar… Pásamelo mamá, estoy un poco lejos. Quiero decirle algo.

En el hospital, la madre de Fermín hizo lo posible por acercarle el teléfono a su nieto. El niño estaba sedado desde hacía hora y media en una camilla. Tenía los párpados inflamados y un temblor desconsolado le impedía respirar con normalidad. Lo primera imagen que Fermín se hizo tras el teléfono fue la de Diana cuando niña. Repetidas veces terminó en la piececita de sanaciones de la curandera de la colonia por culpa de sus desaforados berrinches y los caprichos por los que disputaba con su mamá. Entonces una bofetadita bastaba para destrabar la mandíbula abierta y un tecito para calmar los nervios. Con Christopher era distinto. Se tomaba muy en serio todo, o mejor dicho, alcanzaba a darle el justo significado a las cosas, a las promesas, a las leyendas y fantasías. Era de esos niños en quien los actos demostraban la bajeza de ser mayores. En realidad no hacía falta que Antonia le refiriera detalles, él mismo había repetido decenas de veces las mismas historias del abuelo en algún paseo, es más, creía ver cómo el brillo en la mirada del niño se intensificaba cada vez que Fermín le confesaba cómo había aprendido las mismas cosas cuando niño. También hablaba de vez en cuando con las flores y mostraba respeto por los animales que aparecían en los rincones más solitarios de la casa; contestaba con las mismas respuestas a las mismas preguntas hechas al abuelo en su infancia, pero lo que más le jodía era la historia del Datsun rojo, la creencia fomentada en que las cosas apreciadas venían un poco del alma de las personas, que la familiaridad ejercía un poder increíble en los objetos, que la voz abría oídos a cada objeto del universo para que el hombre pudiera ser escuchado y correspondido. Toda esa mierda era cierta y ahora tener la obligación de negarlo al teléfono era una carga increíble.

Fermín apretó fuertemente el teléfono pero no evitó que la voz surgiera desde el fondo. ¿Tío? Hola hijo. ¿Y el Renault? Ya lo entregué niñito. Ahora la voz de Christopher quería llorar pero el sedante se lo impedía. Es que tenía que decirte algo. Soñé que tu auto lloraba. ¿Sabías que pueden? El abuelo dice que lo hacen por los faros, pero los cocodrilos no pueden hacerlo. Sabías eso tío…

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