miércoles, 4 de enero de 2012

Antonio el numerólogo

[Funes] era capaz de recordar la forma de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que solo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho.

Funes el memorioso. J.L.B.

A mis cinco amigos y a mi padre.


No por la designio aciago de una memoria prodigiosa, pero si como consecuencia de una vida precaria, Antonio, el ya casi olvidado ex-profesor de CCH, desarrolló un método de sobrevivencia basada únicamente en el conocimiento de ciertos números imprescindibles para su vida rutinaria. A nadie, salvo a él, las matemáticas le parecieron un asunto tan necesario como saber andar en bus o cruzar una calle transitada y ancha. Al cabo de quince años de pasar la mayor parte del tiempo en la sala de estudio de su casa, con las manos esclavizadas por la entrepierna y la cabeza humillada por la cobardía, este desertor de la vida adquirió un respetable cúmulo de conocimientos que no solo a nadie servían, sino que además no podían despertar el menor interés en persona sana de su juicio.

Por ejemplo, conocía no solo el radio exacto de una tortilla común y corriente, el número de piezas que conformaba uno, medio, un cuarto, un octavo, todos los tercios, quintos y todos los submúltiplos impares de un kilo hasta los novenos, sino el espectro de variaciones que éste sufría a lo largo de una semana entera como consecuencia de los cambios de turno de los empleados en la tortillería; sabía que si por un año completo todos los kilos estuviesen hechos por las tortillas del domingo, entonces habría al menos cuatro días en que una familia de seis personas no podría comer hasta saciarse, teniendo que acudir en un mismo día dos veces al expendio.

Su afán por conocer la cantidad exacta de la que estaba hecha cada cosa, lo llevó a establecer el número de tazas de café que podían ser endulzadas por una bolsa de a libra de azúcar morena, cantidad por demás considerablemente mayor a si se tratara de azúcar refinada. Supo además que las exigencias calóricas del invierno lo obligaban a agregar tres diez y seisavos de cuchara más a cada porción, pero que este exceso se compensaba perfectamente con la costumbre de agregar menos azúcar a las aguas frescas del verano, salvo en los años bisiestos. Logró determinar que cuando más escaseaba el dinero, convenía que en los inviernos el café, el té y toda bebida dulcificada se sirviera fría, ya que a menor temperatura el menor índice de solubilidad del agua provocaba que un séptimo de dos cucharadas de azúcar se quedara sedimentado en el fondo de la taza, con lo cual al cabo de catorce porciones, que eran siete días, media porción de día era endulzada a partir de las sobras, y que el aporte de temperatura al cuerpo provisto por una taza de café a sesenta grados centígrados podía ser compensada por tres sesiones de veinte sentadillas, o bien, cien lagartijas en tres sesiones, ya que el trabajo por cada lagartija equivalía aproximadamente en toda persona a tres quintos de su sentadilla.

Sus sentidos se adecuaron tanto a las medidas, que Antonio el numerólogo era capaz de saber cuántos gramos le faltaban a los supuestos kilos de carne y de huevo en todas las carnicerías y tiendas de abarrotes de los alrededores, aun y cuando por sus carencias, del primer producto él solo comprara medios cuartos, seis veces al año, teniendo siempre que multiplicar el faltante (y la dificultad del problema) por ocho y logrando hacer eso con un margen de error de solo el uno por ciento. Dicha sabiduría le valió para hacerle a don Lázaro la advertencia de que en las actuales condiciones, sus medios kilos eran en realidad trece veinticuatroavos, y a base de varios cálculos hechos en cuatro hojas de papel de estraza, logró demostrarle a sus ojos atónitos (sin pedir compensación alguna) que la dimensión promedio de los blanquillos en las condiciones de hoy impedía despachar quinientos gramos exactos, y que por ende, cada veinticuatro medios kilos vendidos se perdía uno.

Resta decir que era capaz de determinar el estado de cocción de un caldo de jitomate, de un arroz blanco y de un menudo caldo de pollo con solo examinar el olor que se percibía en un radio de cincuenta centímetros alrededor de la estufa, todo bajo la premisa de que al levantar la tapa del caso en cada inspección, ésta le hacía perder al vapor interior una energía solo recuperable con treinta segundos extras de lumbre, ahorro que le permitía anualmente coser un pan de medio kilo para navidad y compartirlo con sus gatos.

Su oído era tan agudo, que podía calcular, apoyándose en el efecto Doppler, el tiempo que tardaría en llegar el camión recolector de basura con solo oír dos veces consecutivas el sonido que hacía la campana. Conocía que las perturbaciones en el clima no hacían que dicho tiempo se modificara en una cantidad apreciable, pero si a la hora de predecir la distancia a la cuál una tormenta de relámpagos podría arruinar sus paseos otoñales en bicicleta.

Sus constantes expediciones al campo, en compañía del instrumental meteorológico correcto, y las múltiples lecturas que hizo en los climas y altitudes más variadas, dieron a su piel la capacidad de percibir las variaciones micrométricas en la longitud de la vellosidad de sus brazos y pecho, de modo que los signos de sus escalofríos, multiplicados por un millón respecto a los del hombre normal, le facilitaban predecir cuánto duraría la lluvia y cuánto la sequía en un periodo normal de cualquier estación, cuándo un niño cogería un resfriado seguro y cuándo un perro no podría refrigerarse a pesar del jadeo constante después de corretear a un cartero en pleno rayo del sol.

Nadie como Antonio se convenció jamás de que el orden del universo y las costumbres humanas estaba regido por cualidades numéricas perfectamente identificables a los ojos de la paciencia y de la premura provocada por la pobreza. Registró tantas cantidades y tantas cifras en las hojas reciclables de sus lecciones pasadas, en los rectángulos de papel de estraza que se obtenían al desenrollar una bolsa de panadería y otras tantas en las hojas dejadas en blanco en sus escasos libros de poemas, de tal modo que entre el poema veinte y la canción desesperada podía estudiarse el registro detallado de todas las temperaturas leídas en el termómetro de mercurio justo al amanecer y al atardecer de los tres años que tuvo el resfriado más largo de su vida. En cada bombilla fundida, estaba escrito con tinta roja el número de encendidos exitosos hasta antes de haber sido reemplazadas y guardadas en el rincón del armario; en tinta negra asignaba el número de palomillas de san Juan que habían muerto quemadas contra su fuego tratando de alcanzar la luz. Pero de entre todos sus registros, ninguno se comparaba con la sucesión a la que cada día contribuía con sus sueños. Por regla, en alguno de los muchos que tenía, aparecía siempre una cantidad de cualquier número de cifras, que nunca se repetía y que permanecía en su memoria hasta que sus ojos volvían a cerrarse la noche siguiente. Trazaba dichas colecciones numéricas sobre los quince muros de su casa, formando relieves intrincados, cuyo estudio y la experiencia de todos los años apuntaba a sospechar que sus sueños arrojaban piezas que al encajarse configuraban la irracionalidad misma. La ausencia periódica lo hizo imaginar que sus sueños serían infinitos, infinitas sus noches, infinitas las disposiciones de su alma, sus miedos, todos los deseos exteriorizados por el oscuro subconsciente. Mientras aquella sucesión no se repitiera, él no conocería la muerte, es decir, el olvido numérico.

Y con esa certeza en el corazón, a saber, que su alma no conocería la muerte mientras sus sueños construyeran exclusivamente un número irracional, recorrió en bicicleta más de veinte mil kilómetros sin preocuparse jamás por la manera de hallar sustento. En los pueblos lluviosos enseñó a la gente cómo construir sencillos pararrayos y modestos pluviómetros a cambio de techo y algo de sopa caliente; en los áridos explicó cómo los árboles podían incidir benéficamente en el clima en un lapso de solo diez años, insistió en el amor que debía profesársele al mundo vegetal y en una breve exposición logró demostrar la existencia del alma de la madre naturaleza. En los pueblos mágicos sirvió de guía, contribuyendo con nuevas e inverosímiles historias que arrebataban el asombro de los turistas e incluso de los nativos y nativas, muy a pesar de que supieran que aquello no formaba parte del legado histórico. En aquellas zonas donde escaseaban los colegios instruyó a los ancianos y a los poetas para enseñar el sistema numérico mediante un método basado en la pura imaginación, por lo que no eran necesarios ni libros, pizarras o cuadernos; incitó a los curas a orientar sus sermones en un sentido cabalístico y versó en su despedida acerca de por qué los enamorados y los maestros podrían ser mejores gobernantes que los políticos. Cruzó descalzo las zonas adineradas de cada estado que encontraba a su paso, pidiendo pan y agua en cada puerta sin recibir miga alguna, con lo cual, toda vez que acababa su recorrido le confiaba a dios su idea de que lo anterior había de constituir una demostración por inducción de que los ricos no debían ingresar al cielo.

Sin embargo, después de ciento dos años, Antonio el numerólogo tuvo un último sueño. Las cifras que había de agregar esa mañana (las cuáles anotaba en rollos de papel higiénico para incorporarlos después a los muros de su casa) iban a hacer que la larga sucesión trazada sobre sus paredes por fin se repitiera. Logró adelantar al destino con su mente prodigiosa y vaticinó que dentro de ciento treinta y siete noches, llegaría su última noche sobre la tierra.

A partir de ese día, mi padre comenzó a olvidar una a una cada cifra del sistema numérico. Por ejemplo, al olvidar el número siete, perdía con él todas las fechas históricas en cuya expresión había aparecido éste, cada mes en el calendario había perdido tres días y con ellos todas sus anécdotas, le extrañaba tener ciento dos años pero al contabilizar uno a uno sus cumpleaños no explicaba por qué diez y nueve de ellos habían desaparecido por completo. Con el paso del tiempo terminó por no poder pronunciar su edad, referir su dirección, su talla o peso, olvidó que cinco eran los dedos de la mano e incluso que dos describía la cantidad de ojos y personas necesarias para formar la palabra amor, sintió un gran terror cuando el censo poblacional tocó a su puerta y no pudo responder a la pregunta de cuántos habitan ésta casa. Olvidó la manera en cómo podía descifrarse la disposición de las manecillas del reloj y la cantidad que debía dormir cada día. Perdió la noción de cuánto debía esperar entre llamado y llamado al tocar una puerta; había veces en que respondía repentinamente a una pregunta que le había hecho el médico horas antes en el consultorio del hospital mental.

La noche de su muerte (solo dios sabe si en ese último momento se le permitió recobrar toda su lucidez, pues así me lo pareció) se recostó afablemente en el centro de la pieza, la contemplación de todos sus números le provocó una larga sonrisa y creo que conoció en ese momento cumbre la verdad tras el misterio de ser hombre, a saber, que ni dios mismo conocía la manera, ni tenía la paciencia, ni el tiempo para regocijarse en la inútil tarea que había sido toda su vida como numerólogo: la de llegar de uno en uno hasta el infinito.

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